miércoles, 23 de mayo de 2018

TEMA DE REFLEXIÓN


Es de mañana cuando leo las noticias. No escucho el audio del televisor, simplemente veo el rostro inalterado de una locutora muy bonita mientras me visto y desayuno a las apuradas un café con tostadas. No hay en el rostro huellas de emoción, se asemeja al de tantas locutoras que todas las mañanas dan cuenta de asaltos, paros, caídas bursátiles o tantos otros sucesos de la vida cotidiana. Un texto impreso en el borde inferior de la pantalla da cuenta de un hecho ordinario: un hombre ha muerto, un hombre de sesenta y cinco años que ha tenido un lugar destacado en la vida deportiva del país, como consecuencia de una deficiencia cardíaca. Siento un súbito malestar en el estómago. 
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Parpadeo, la garganta se estrecha. Subo el volumen para escuchar los detalles, pero en ese instante la locutora se dispone a ocuparse de otro tema, en apariencia igualmente rutinario, con el mismo gesto anodino y profesional con que hace un chasquido de dedos nos ha informado que ha muerto un hombre de sesenta y cinco años. El nombre de ese hombre a estas alturas no importa, pero sí el impacto que su muerte trajo a mi vida. Había leído su nombre unas cuantas veces entre las noticias, aunque jamás supe nada relevante acerca de su historia personal. Esta mañana, sin embargo, el modesto anuncio de su partida provocó en mí un huracán emocional devastador con sus inevitables consecuencias físicas: un mareo ligero, una súbita sensación de náusea, un ardor en las puntas de los dedos y una sensación de ahogo. Nada muy distinto de lo que me ocurre todas las noches, quise tranquilizarme. Nada que temer. Dije en voz alta, como si estuviese en mi sesión de análisis, lo primero que me vino a la mente: murió dentro de siete años. Es lo que me falta para alcanzar los sesenta y cinco años.
Iba a ser una mañana dichosa, me había levantado con una vitalidad inexplicable y por eso algo sospechosa, iba a disponerme a leer al sol hasta el mediodía y quizá después almorzara con alguno de mis hijos, pero la noticia me devastó. Siete otoños, pensé, y eso si tengo suerte, porque al fin y al cabo el difunto fue un hombre en su desgracia afortunado: llegó a los sesenta y cinco años, tuvo reconocimiento en su carrera profesional y quizás, al menos así lo consignaron las notas necrológicas de los diarios del día siguiente, una familia que lo quiso y amigos. No es poca cosa, razoné, sobre todo si se piensa que no todos los hombres de este mundo llegaron hasta los sesenta y cinco años ni mucho menos. Algunos de ellos no alcanzaron esa edad ni siquiera habiendo seguido una dieta estricta y practicado frecuentemente actividad física. No hay garantías. Pero aunque tengo esa certeza, como si fuese un perro de Pavlov, cada vez que muere alguien mayor que yo (y siete años no son nada: siete otoños, con sus siete inviernos y sus siete primaveras y sus siete veranos) regreso a mis dietas y a mi rutina deportiva, en la vana esperanza de que esos cuidados prolonguen mi vida.
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Este mediodía, después de seguir los detalles de la luctuosa noticia, he comido una tarta de calabaza y espinaca acompañada de agua mineral sin gas y he retomado la idea de volver con mis buenos amigos de un grupo de meditación con los que hace algún tiempo me reunía, unos monjes budistas muy simpáticos con los que hacía cuarenta minutos de silencio de cara a la pared, los ojos cerrados y el cuerpo en posición de loto, mientras de tanto en tanto se escuchaba el gong de unos cuencos tibetanos.
Me saca de estas meditaciones el sonido del celular. Un amigo muy perspicaz (es psicoanalista, pero eso es lo de menos) detecta que algo me tiene descorazonado. Le pregunto con expresión algo crispada si se enteró de que un hombre de sesenta y cinco años nos ha dejado, y me pregunta y qué.
-¿Cómo y qué? Se murió dentro de siete años -le respondo-. ¿Entendés?
No entendía, o eso me pareció cuando empezó a reírse a carcajadas. Yo no estaba para bromas. Comenzó a hablarme de su nueva obra de teatro, algo sobre el sobrino de Freud, pero yo no lograba seguirlo y su desinterés me irritaba. Le pregunté si se había enterado acerca de las circunstancias en que había muerto el hombre de sesenta y cinco años. Dijo que no.
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-Murió mientras estaba con su amante -dije. Me preguntó si estaban en eso-. Sí -respondí.
-No está mal. Pensá que los actores mueren por morir sobre un escenario -me consoló. Había leído bien a Lacan-. Cortemos, ahora ya sabés lo que tenés que hacer.

V. H. G.

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