viernes, 18 de mayo de 2018

HABÍA UNA VEZ....UN MATE


Me han regalado hace poco un mate precioso. Después de padecer una muchedumbre de mamarrachos de estética dudosa, fragilidad reprochable o asepsia quirúrgica, llegó a mis manos una calabaza confortable, de robustez vigorosa, y base y cuello de alpaca. Recuperé así un hábito que había ido extraviando entre las numerosas mudanzas y el vertiginoso remolino de las horas.
¿Recuerdan la primera vez que tomaron un mate? Casi seguro que no, porque en esta infusión milagrosa nos inician desde pequeños. Al placer rebelde y secreto de la yerba hay que habituarse; lleva tiempo. Verán, si miran con cuidado, la cara que pone un chiquilín ante su mate fundacional es idéntica al mohín de un extranjero adulto que lo prueba, entre intrigado y receloso, por primera vez.
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Pero el viajero regresa a su mundo de tés y cafés civilizados, mientras que el chiquilín un día se hace grande y no puede arrancar su día o ponerse a trabajar sin esta bebida indómita a la que no porque sí se la llama también cimarrón.
Pero a no engañarse. El mate está lejos de ser tosco. El perfume montaraz que reverbera en nuestra memoria colectiva con ecos de sotobosque paranaense es el preámbulo de una ceremonia como la del té. No nos damos cuenta, porque al revés que el ritual japonés, aquí lo hacemos sin pensar, medio dormidos, mientras tipeamos, entre amigos o contemplando en paz un atardecer, a solas con nuestra existencia.
Pero miren cada cosa cotidiana alguna vez con los ojos del que la observa por primera vez y descubrirán que estamos rodeados de maravillas. Pongan la rutina en pausa un instante y anoten.
La cantidad de yerba tiene que ser la correcta. La temperatura del agua, estricta como un celador. La posición y el ángulo de la bombilla, de precisión astronómica. Voltear la calabaza sobre la palma de la mano es algo que hacemos de forma automática, pero nos llevó semanas volvernos diestros en eso.
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La forma exacta de iniciar la magia del mate -verter el agua en la yerba- origina espinosos debates, y todos sabemos un número de reglas cuya inobservancia equivale a la blasfemia o a la exclusión. Durante el servicio militar, mi jefe aplicaba penas más severas por un mate lavado que por una llegada tarde. Con el mate -juzgaba- no se embroma.
La ceremonia es, sin pompa ni boato, un entramado de símbolos y palabras clave. ¿Apunta la bombilla hacia el convidado? ¿Ha dicho "gracias" y espera todavía participar de la siguiente ronda? ¿Lo han salteado a uno? ¿Por error o adrede?
El mate no se sirve. Se ceba. No tomamos un mate. Nos tomamos unos mates, porque todo en esta ceremonia es plural; incluso cuando estamos solos. Es pecado, excepto que obtengamos un salvoconducto explícito, el cebar un mate ajeno. Ni frío ni que queme, cuidado. Y nada de retener la calabaza mucho tiempo, que la ronda debe continuar. Es un hecho, al revés que la mayoría de las ceremonias, esta no tiene un final claro y distinto. Por el contrario, el mate se puede revivir en cualquier momento, ensillándolo o cambiando toda la yerba. Es un ritual persistente, que fluye, como el río de Heráclito, y cuyos eventos son, por lo tanto, innumerables. La ceremonia nunca termina; a lo sumo, se vuelve crepuscular. Mañana renacerá.
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Les ruego me eximan de entrometerme en el peliagudo asunto de las diversas yerbas. Todos tenemos nuestra favorita y habremos de revisar góndolas, almacenes y puestos hasta dar con ella. La alquimia del mate es celosa de tales detalles.
Heredamos el mate de los pueblos guaraníes y, como toda ceremonia, exhibe un rasgo único y fundamental: no es posible apresurarla, saltearse pasos o tomar atajos. Es una infusión, sí, y es parte de nuestra cultura. Pero es, sobre todo, una lección acerca de la velocidad a la que viaja la vida. Esos esmerados mates cotidianos nos dicen que no, no todo puede ser instantáneo.

A. T.

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