jueves, 17 de mayo de 2018

EXTRAORDINARIO PENSADOR; SANTIAGO KOVADLOFF



SANTIAGO KOVADLOFF

Tiempo libre -así suele entendérselo- es aquel en el que no hacemos las cosas habituales. Aquel en el que nos dedicamos a lo que es de nuestra predilección y que, por uno u otro motivo, se ve postergado. También es, para no pocos, aquel tiempo en el que no hacemos "nada".
Pero esto es lo que se diría y no necesariamente la realidad. La realidad es más compleja, más intrincada, más cargada de matices inhabilitados por las usuales simplificaciones en las que, también en este asunto, solemos caer.
Digamos para empezar que no necesariamente el tiempo "ocupado", reverso del llamado tiempo libre, es en todos los casos tiempo carente de encanto, proveedor exclusivo de insatisfacciones. Mucho de bueno y de apasionante es también lo que en él puede ocurrir. Quienes aman su profesión, quienes ejercen con pasión su oficio, habitan su tiempo ocupado con igual o más deleite que su tiempo libre.
Pero demos un paso más. ¿Quiénes, cuántos, cuentan con tiempo libre? ¿Y quién, en ese tiempo tan estimado, dispone de veras de sí mismo y no solo de horas liberadas de presión laboral o de imperativos sociales que obstruyen o postergan la intimidad? ¿Cuántos, en suma, más allá de sus obligaciones diarias, pueden estar seguros de que cuentan consigo como para emprender, en su tiempo libre, lo que tanto han soñado hacer en sus horas ocupadas? Porque convengamos que no siempre se llega libre o liberado, es decir disponiendo de sí mismo, a ese tiempo que objetivamente no es el de la semana laboral. Más de una vez se arrastra, sábado adentro, la turbulencia acumulada en los días llamados hábiles y el fin de semana entero se ve trastornado por los disturbios de una u otra índole que no admiten marginación ni toleran aplazamiento. Es prudente creer que nadie es dueño de sí como se lo puede ser de una cosa. También lo es no presuponer que se cuenta con uno mismo como se cuenta con ese tiempo concebido como libre nada más que porque en él no hacemos lo de siempre.
Son sin embargo más que muchos aquellos que, en su tiempo libre, están persuadidos de contar consigo y de poder llevar a cabo aquellas acciones que ya no son deudoras del deber sino del deseo, del placer y de la alegría de disponer de una razonable autonomía para emprender lo que se quiere.
Y están, además de estos afortunados que son los devotos de la acción en cualquiera de sus formas, otros que también lo son y que "nada" hacen. Y allí, inmersos en esa "nada", disfrutan de su tiempo libre. ¿Nada? Hablo de los contemplativos. De los que ejercitan su libertad en aparente inacción pero que, en verdad, obran de otro modo que aquellos que, de manera evidente y consensuada, actúan.
Los contemplativos se entregan a la observación. Miran con deleite, saben ver. Escuchan y no solo oyen. Su quietud aparente enmascara un intenso dinamismo interior. Si caminan, suelen hacerlo sin rumbo y no como ejercicio. Se dejan ir, se dejan estar. Flâneurs, se los llama en francés. Walter Benjamin aconsejó la práctica de ese vagar sereno y atento al unísono. Y Henry David Thoreau lo exaltó con incomparable lirismo.
La expresión que mejor caracteriza a los contemplativos no podría ser más certera: se dejan estar, dejan llover; atardecen con el día que se va o se encuentran con el día que despierta. Se deleitan con el murmullo de la arboleda cercana. Practicantes de lo que no parece discernible o francamente no lo es, los contemplativos son cultores de otra vivencia que la generada por el movimiento y el paisaje concebido solo como entorno. ¿O acaso ese mundo intangible, donde lo invisible cuenta tanto como lo visible, es menos revelador de la experiencia y de la demanda de tiempo libre?
Y algo más: ¿tiempo libre es solamente el de quien, durante horas, no está sujeto a lo habitual? ¿O lo es también el de quien llega a conocer, en medio de lo habitual y bajo el fulgor de un instante, esa luminosa intensidad que nos brinda el asombro; la emoción inesperada que desencadena en nosotros una vieja melodía repentinamente reencontrada?
¿Cuándo, en fin, se es más libre? ¿Cuando se dispone del tiempo o cuando el tiempo dispone de nosotros y nos propone caminos insospechados?
Nadie en sentido estricto es dueño de sí mismo. Somos más bien huéspedes provisorios y siempre cambiantes de eso que, abusivamente, tendemos a llamar identidad. La ilusión de ser propietarios de esa identidad presunta suele desembocar, más tarde o más temprano, en la catástrofe. Los sueños, las pesadillas, aun el insomnio, no tienen dueño aunque tengan causa. No lo tiene la vida inconsciente. Menos todavía tiene amo o responde a un mandato preestablecido el enamorarse de esta o de aquella persona. Tampoco la inspiración puede ser programada. Tiempo libre es también aquel en que advertimos todo esto. La conciencia nos hace libres cuando reconoce sus fronteras.
Creo, por otra parte, que es bueno cuidarnos de asegurar que siempre sabemos ser desocupados. Décadas atrás, Erich Fromm supo hablarnos del miedo a la libertad. Previó los dilemas y aun las angustias que podría generarnos la creciente disponibilidad de nuestro tiempo en sociedades tecnológicamente más y más desarrolladas. Miedo a la libertad. A contar con una disponibilidad excesiva - y en esa medida riesgosa- de nuestras horas. A vernos expuestos a un trato demasiado cercano con nuestra imponderabilidad. ¿Qué hacer con uno cuando uno no está obligado a hacer algo? Muchos lo sabrán. Pero muchos también serán los que no lo sepan. Hay gente incontable que se prefiere ocupada a desocupada para no tener que "pensar".
Yo mismo estudio, enseño a diario. Doy charlas aquí y allá con regularidad casi semanal. Y todo ello con íntima satisfacción. Tengo por oficio mi propia pasión, como bien dijo Stendhal. ¿Qué hago después de ejercerla? ¿Qué hago en las llamadas horas de descanso? ¿Las hay? ¿Las tengo? ¿Qué hago los domingos? ¿Qué hago cuando no hago lo que me apasiona o tanto me importa? En horas así, lo que hago es inscribirme entre oyentes y contemplativos. No ingreso a mi tiempo libre: lo reconfiguro. Escucho música, recorro calles, observo el paisaje, sea urbano o campestre, la gente. Me atraen las caras. Improviso juegos: juego a adivinar en qué medida las almas se reflejan en las caras. Busco esa floración, sus intensidades. Si han modelado o no las facciones de cada uno y en qué forma. Si son almas muertas como Dostoievski las llamó, o almas jubilosas, resplandor en las miradas, almas vivas. Y las palabras. Soy un oyente incansable de palabras. Tiro mis redes al azar. Escucho tonalidades en la voz, los modos de decir. Reconozco a quien las sabe hacer brotar y a quien no; si las palabras son solo un medio, si quien las emplea se detiene en ellas, si las pondera antes de emplearlas. Sus velocidades. Me importan las velocidades en la emisión. Quién se atraganta con ellas y quién no. Si se las pronuncia con unción o de espaldas a su sonoridad, a su cadencia.
No faltarán los que crean que pierdo mi tiempo libre cuando lo invierto de esta manera y en estas cosas. ¿Pero quién es quién para juzgar al que goza con lo que hace? ¿O vamos a fijar un parámetro exclusivo para establecer qué debe entenderse por tiempo libre? Lo esencial es saber si cuenta con él quien lo requiere. Y si no cuenta con él, a qué se debe.
El aburrimiento, que es la siembra triste de la rutina en el alma, puede extenderse a las horas libres de quien dispone de ellas pero ignora en qué emplearlas, qué desea o si, aun sabiéndolo, no puede arriesgarse a concretarlo. Por lo demás, en los días de siempre puede ocurrir lo súbito, lo inesperado. Es que no hay, en verdad, días de siempre. La perplejidad, la tragedia, el contratiempo o la poesía se agazapan en lo habitual y de pronto irrumpen, caen sobre el que se jacta de saber quién es o está seguro de saber dónde se encuentra. Son vivencias que trastocan lo esperable. Liberan al mundo propio de familiaridad. Despejan la emoción y el discernimiento, para bien o para mal.
Al estar excesivamente inscriptos en los significados sociales dominantes, que a cada uno le atribuyen un lugar y una función, poco sabemos ser cuando dejamos esa inscripción atrás. Pero libre, si aprendemos a interrogarlo, es también el tiempo de ese desconocimiento conquistado. Si su curso se ve alentado por la convicción de que en él tenemos lugar como personas y sus horas habilitan nuestra presencia. Y eso puede suceder tanto un sábado como un martes. Al salir del empleo o en mitad de la tarea. Ese tiempo, más que una promesa, es un hecho. Un hecho secretamente aprontado en el alma de cada uno de los que no saben vivir sin él.
Tiempo libre. Tiempo de lo repentino. Libre de las telarañas de lo previsible. Sin hora fija. Sin ubicación precisa en el almanaque. Tiempo de dudas y preguntas. Tiempo liberado de toda previsibilidad, abierto a la súbita lucidez y a la emoción renacida. Libre de rejas que encarcelan en la resignación. En casos como estos, el tiempo libre y los horarios preestablecidos se divorcian, dejan de ser correlativos. La libertad ya no nos aguarda, con su promesa redentora, únicamente en el fin de semana o en las vacaciones. Se presenta ante nosotros de golpe, como oportunidad y como ofrenda. Se es libre entonces de la mano de un sentimiento innovador del tiempo. De la conciencia cabal de nuestra presencia en el mundo. Del advenimiento del prójimo como aquel que irrumpe ante nosotros y, por obra del tiempo libre, se convierte en una formidable invitación al encuentro.

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