miércoles, 17 de enero de 2018

DEL FONDO DEL CORAZÓN


De pie frente al espejo del baño, todavía revuelto el pelo y entornados los ojos de quien no ha terminado de despertar, levanto la vista. Veo entonces el rostro de mi padre, y pronto inclino la cabeza, aturdido por esa imagen. Es raro pensarlo ahora, cuando han transcurrido varios días desde ese momento, pero en ese instante de turbación me vi obligado a resolver si iba a mirar otra vez en el espejo. Cuando decidí hacerlo, mi padre estaba de nuevo allí: no enteramente su rostro, sino una sombra de ese rostro. Entreví esa imagen en un pestañeo, eso que los ingleses denominan glimpse, voz que señala la fugacidad de un destello; los alemanes utilizan la palabra blitz, que en una de sus acepciones alude a la aparición de un relámpago.
Me asaltó un sentimiento de extrañeza: empezaba mi rostro a esfumarse en la medida en que el de mi padre se insinuaba con más fuerza. Todo duró unos minutos, pero en circunstancias como esa, tal como sucede en los sueños, el tiempo transcurre a su capricho; me pareció que había permanecido ante el espejo durante varios minutos. Me entretuve las horas siguientes en quehaceres banales, en el intento de que se desvaneciera ese estado de extrañamiento, pero la imagen siguió conmigo hasta que me metí en la cama bien entrada la noche.
A la mañana siguiente ingresé en el baño con el firme propósito de no mirarme en el espejo. Me pareció que estaba tomando una decisión absurda, pero fue más fuerte el temor a descubrir que los rasgos de mi padre se hubieran hecho más pronunciados en mi cara. El rostro que ahora empezaba a inquietarme se correspondía con el de mi padre en sus cincuenta años; en ese óvalo perduraban la nariz recta y el color de la mirada de un hombre joven, pero el paso de los años hacía que comenzaran a percibirse la fatiga y cierto desencanto. El sentimiento de perturbación era, a decir verdad, más complejo: a la inquietud del principio se añadía, sin contradecirla, el gozo de reconocer en mí la continuidad de mi padre. De un modo algo obsesivo, empecé a observar a mis hijos en la esperanza de vislumbrar en ellos rasgos que viniesen de mí y antes de su abuelo.

La noche que siguió al encuentro con mi padre en el espejo soñé con una mujer, o con varias mujeres que terminarían conformando una sola. En ese sueño caminaba por un parque acolchado de hojas secas, y, conforme avanzaba, una sucesión de mujeres pasaba a mi lado. Eran distintas entre ellas, y sin embargo algo imperceptible las unía. Cada una de ellas evocaba en mí el recuerdo de quien había sido la mujer de mi vida: una en su andar melodioso, otra en el lunar que tenía junto a la comisura de los labios, la siguiente en las manos de dedos delgados que parecían las de una pianista.
Días más tarde conté el sueño como si se tratase de algo excepcional, pero varios de los hombres con los que conversaba habían tenido experiencias semejantes. Uno de ellos recordó el modo en que Oliveira, el protagonista de Rayuela, ve en Talita el reflejo de la Maga.
Creemos reconocer algunos rasgos de la mujer de la que hemos estado enamorados en el cuerpo de otras mujeres que salen por azar a nuestro paso. Vamos caminando distraídamente rumbo al mercado o estamos sentados en la penumbra del cine -ahí todo es más acuciante porque entre sombras se enfebrece la ensoñación-, cuando descubrimos de pronto a una mujer que en su modo de andar o en la manera en que aprieta los labios o en el modo en que se arregla el pelo nos trae el recuerdo de la mujer a la que en otro tiempo -o acaso ahora mismo- amamos. El hechizo lo completa la memoria.
Busco la única foto que guardo de mi padre, un portarretrato ovalado con marco de madera semejante a un camafeo. Mi padre mira hacia el horizonte, lleva el pelo engominado, viste un traje oscuro, debe de estar en los treinta años. Miro la imagen con detenimiento. No puedo recordar su voz; la memoria preserva algo de esa voz cuando cantaba tangos en las frías mañanas de invierno, la hora en que yo me preparaba para ir a la escuela y la escuchaba sin saber cuánto habría de extrañarla, pero no hay rastros de ella durante una conversación. Miro otra vez la fotografía, cubierta por un vidrio cuya superficie apenas combada altera tenuemente ciertos fragmentos de la imagen. En el rostro de mi padre asoman los rasgos leves del hombre que lo aguarda en el porvenir y que lo sucederá.

V. H. G.

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