lunes, 18 de diciembre de 2017

RECUERDOS COMPLEJOS


Es asombroso lo inagotables que, a medida que envejecemos, se revelan los años de la infancia. El poeta francés Gérard de Nerval escribió, en el principio de su novela Aurélia, que el sueño era una segunda vida. Tenía toda la razón. Pero dado que la infancia se convierte con el tiempo en una especie de sueño (un sueño que, todo hay que decirlo, no debe por qué ser invariablemente feliz) también a ella le competen las generales de esa ley onírica. Tenemos derecho de evocar las imágenes de la infancia como suvenires de la tierra de los sueños.



Las imágenes de la infancia son como las hojas de un libro que se recorre en desorden: faltan las causas, los efectos, las bisagras y las anécdotas. Pero lo que persiste tiene un espesor que vuelve todo eso innecesario.
Una de esas imágenes mías fue repetida, por lo general, los sábados a la noche. Mis abuelos paternos vivían en La Paternal, en la calle Caracas, a tres o cuatro cuadras de la cancha de Argentinos Juniors. Cuando íbamos a comer volvíamos tarde; a veces (muchas veces) el auto de mi padre estaba roto o en el taller y había que tomar el colectivo 113. La parada del 113 estaba en la esquina de Álvarez Jonte y Boyacá. Ahí mismo había un local que resultaba para mí misterioso. Era tarde y seguía abierto, pero a la vez no se veía casi nada desde la calle. Las vidrieras estaban tapadas con telas que recuerdo como de terciopelo, aunque no sé si les cuadraba ese lujo. Lo segundo que me dejaba pensando era el nombre: El Rincón de los Artistas.
Para quien leía a Poe -como yo entonces, a los nueve o diez años-, la idea de un rincón de los artistas era un poco más gótica, como se le diría ahora, que esa esquina que yo tenía adelante.



Me enteré después de que en El Rincón de los Artistas cantaron Floreal Ruiz, Héctor Mauré y Roberto Goyeneche. La intuición de que algunos de esos sábados, detrás de esos cortinados que apagaban además el sonido, estarían el Polaco o Alberto Morán provoca una especie de violencia cronológica. La verdad es que no sé quién cantaba en el local en el año 1981 o 1982, y cómo saberlo ahora. Pero los artistas eran los músicos de tango, esos héroes extinguidos.

Lo que sí sabemos es la curiosa simultaneidad de las cosas y los seres, una especie de desajuste en la sincronización vivencial: algo que llega tarde resulta temprano para uno, y cuando podría llegar el momento para uno, lo otro ya no existe. Es una de las ventajas de los libros sobre el tiempo (su arma letal contra el tiempo): siempre están ahí, indestructibles, esperándonos. La ciudad, en cambio, no espera nada. Es un tren que pasa y no vuelve más. "¡Ah! La ciudad cambia más rápidamente que el corazón de un mortal", escribió Baudelaire
Pasé varias veces desde entonces frente a la esquina de Jonte y Boyacá, pero ya no miré qué había ahora en esa esquina. ¿Una verdulería? ¿Una farmacia? Pasado el tiempo, El Rincón de los Artistas es tan antiguo e improbable como los paisajes dolorosos que yo leía en Poe y con los que adornaba una vida prestada que me consolaba de la propia.
Dijo alguien que después de haber visto el interior de una casa el exterior nunca parecerá el mismo. Fue una suerte que no entrara nunca en El Rincón de los Artistas, y eso era además imposible, porque yo era muy chico para entrar ahí. Por un lado, podría haber descubierto un mundo que no sospechaba y que apenas puedo entrever ahora; por el otro, sin embargo, habría destruido para siempre una mitología: esa que pueblo ahora con los rostros conocidos de los tangueros.
Después de todo, ¿qué es una mitología sino la imaginación de lo imposible? El Rincón de los Artistas sigue siendo para mí esa pura vidriera infranqueable, fachada detrás de la que ocurrían cosas con la consistencia propia del enigma.

P. G.

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