martes, 26 de diciembre de 2017

COSAS QUE SE DETERIORAN Y VAN DESAPARECIERON



Lo primero que vi fue la bolsa de plástico. La sucesión de triangulitos verdes, blancos y negros; letras cursivas, un nombre: El Corte Inglés. Cada vez que una bolsa así daba vueltas por casa, era señal de que algún pariente español había venido de visita. Luego, cuando nos llegó a nosotros el turno de cruzar el océano, las bolsitas fueron testimonio de haber estado allí; el resabio gustoso de algún paseo por Madrid, de las callecitas prístinas de Oviedo, de la rotunda alegría vasca.
Hace unos días, divisé aquellos colores y caligrafía inconfundibles en medio del tránsito porteño. Avenida Belgrano y Sarandí. Una mujer bastante mayor cruzaba la calle con una bolsa de El Corte Inglés. Desde el auto, me di el lujo de observarla: los pasos lentos, el gesto algo encorvado, lo percudido del impecable y replanchado saquito gris. Esa mujer debía ser española, pero esa bolsa arrugada no era el fruto de un viaje reciente a la tierra de origen. Y fue más bien agridulce adivinarlo. "Especies que desaparecen", pensé, como ya lo había pensado unos cuantos años atrás, el día del adiós a mi viejo. Especies que desaparecen, y tan poco que ver con Calamaro.
Estaba en Balvanera: las inmediaciones del Congreso, las calles próximas al Hospital Español, el Centro Gallego. Alguna vez territorio de una inmigración pujante; hoy postal empobrecida, aunque no misérrima, de un Buenos Aires que algunos nos empecinamos en seguir queriendo.

"Se apaga lentamente": la voz de una amiga, nacida y criada por esas mismas cuadras, es un tintineo que no cesa. Podría estar hablando de todo un mundo, pero me habla de su padre, internado en el Centro Gallego. Como tantos otros descendientes de inmigrantes europeos, curtido en el campo y convertido en pequeño comerciante en la ciudad, había hecho de ese hospital lugar de pertenencia y espacio privilegiado para la atención familiar. Se sentía cómodo en una institución nacida como mutual y habitada por gente como él: clase media modesta; empleados, dueños o socios de bares, negocitos, emprendimientos familiares. El tipo de gente convencida de que con ser honestos, tener un trabajo y cumplirlo a conciencia, la vida estaba resuelta. Espíritus más bien estoicos, expertos en madrugones, ahorro de peso junto al peso, fobia a las deudas y total ignorancia de cualquier variante de la especulación. Así eran los que hoy por hoy "malmueren" o apenas subsisten en lo queda de una institución que, a sus espaldas y en una secuencia que uno intuye demasiado conocida, fue cayendo escandalosamente barranca abajo. Sin que nadie pareciera percatarse de la silenciosa catástrofe que allí ocurría. Que allí ocurre y sigue ocurriendo.
"Lo recorrés y ves las paredes descascaradas, la humedad, los quirófanos clausurados, la terapia intensiva cerrada, la falta de personal", enumera mi amiga con angustia. Me cuenta casos. Como el del paciente, socio con más de 40 años de aportes al hospital, condenado a estar en una cama durante semanas y semanas, a la espera del diagnóstico, el profesional o el tratamiento que no llegan. Solo, casi desahuciado y seguramente preguntándose por qué, si él pagó todo lo que había que pagar. Por qué, si trabajó todo lo que había que trabajar, y más. Por qué.
Hay un libro del sociólogo Richard Sennett que, a veces pienso, debiera ser de lectura obligatoria. Se llama Juntos y en él alerta: "Estamos perdiendo las habilidades de cooperación necesarias para el funcionamiento de una sociedad compleja". Sennet propone indagar en el sentido de las viejas mutuales y cooperativas; recuperar el impulso, los rituales y la vocación dialógica que fueron su marca. El signo de una utopía no tan módica: pensar a la sociedad como una red que contiene y no una jungla que despedaza; un espacio donde es posible construir lazos más allá del origen, más allá de la sangre, más allá de la edad. Porque no todas las especies merecen desaparecer.

D. F. I.

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