domingo, 15 de octubre de 2017

NO ME CANSO DE RECOMENDARLO


Desconocidos íntimos. Las familias que la emigración partió en dos orillas de cualquier océano suelen sentir, en el reencuentro o en el descubrimiento, la inquietante sensación de reconocerse en un extraño. Esa prima hermana, aquel tío lejano son, de pronto, el espejo que nos devuelve una imagen desplazada; rasgos y ademanes que iluminan como un rayo la identidad compartida, pero desde una geografía y un pasado distintos.
En ese laberinto de espejos dentro del túnel del tiempo se internó Ana Wajszczuk para escribir Chicos de Varsovia, la historia de su familia polaca antes de llegar a la Argentina. El título se refiere a los adolescentes -muchísimos- que participaron en el levantamiento de la ciudad contra la ocupación nazi, el 1° de agosto de 1944, y en particular a los primos de su abuelo paterno, los hermanos Antoni, Barbara y Wojtek Wajszczuk. Los tres murieron peleando. Tenían 20, 18 y 15 años.
Ana viaja a la semilla acompañada por su padre, que comprende el polaco y hace de traductor y cicerone en esa Varsovia reconstruida sobre sus ruinas. Juntos, también, enfrentan los recuerdos que serían aún más dolorosos en soledad.
La historia cuenta que la rebelión polaca, organizada por el Ejército Nacional (AK, sus iniciales en la lengua original), fue la más sangrienta y larga que hubo contra el Reich: duró sesenta y tres días, y cerca de doscientas mil personas perdieron la vida.


Ana traza el perfil de los jóvenes que nutrían las filas del AK: religiosos, anticomunistas, partidarios de la democracia, altamente educados y escasamente entrenados en el uso de armas, carencia que suplían con la temeridad, miembros de una elite cultural urbana y cosmopolita. Así eran Antoni, Barbara y Wojtek. Los hermanos vivían con su madre, Maria, en el centro de Varsovia. Al momento de entrar en combate, Antoni tenía grado de oficial cadete, Barbara se enroló como enfermera y Wojtek se sumó a una organización clandestina del movimiento scout.
El paso del tiempo ha fragmentado la historia que Ana intenta reconstruir; ha vuelto imprecisos los testimonios que alcanza a recolectar. De Antoni llegó a saber que probablemente haya muerto al comienzo del levantamiento, junto con otros veintiséis compañeros y cuatro enfermeras, defendiendo el bastión que, ayudados por la sorpresa del ataque, habían logrado arrebatarles a los nazis: un cuartel de la Gestapo. Resistieron allí tres días, hasta que los arrasaron a cañonazos.



Wojtek, junto con otros adolescentes scouts, se ocupaba de proteger a uno de los líderes del alzamiento, aunque esos chicos por lo general no iban armados porque solían cumplir tareas sanitarias o de enlace. La madrugada del 2 de agosto marchaba con su grupo hacia un bosque donde los aviones aliados arrojaban armas para el AK. Alertados los alemanes, aunque los scouts que iban a la vanguardia lucharon, la matanza y la toma de prisioneros (torturados y ejecutados) truncaron la misión. Así murió Wojtek.
Barbara había recibido instrucción como enfermera de combate en otra de las organizaciones scouts clandestinas. Herida por el estallido de un tanque que los nazis habían dejado como señuelo para los rebeldes, se recuperaba en el hospital de su batallón cuando el edificio fue bombardeado. Murió en el derrumbe, sepultada por los escombros.
Hay una cuarta hermana Wajszczuk, la mayor, Danuta; la única que sobrevivió y llegó a ser madre. Allí, Ana no encontró un espejo, sino una pared: uno de sus hijos, J., se negó activamente a compartir con ella las piezas del rompecabezas familiar, acusándola de oportunista y de querer "pegarse" a una historia que, según él, no le pertenecía. Ana continuó igual con la extraordinaria labor que decantó en su libro, reuniendo los fragmentos de ese pasado roto. Por fortuna o por desgracia, como ella misma lo señala, la memoria se "pega" a lo que quiere.

V. CH.

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