viernes, 13 de octubre de 2017

MIS HIJOS Y UN GUISO DE HABAS Y ARROZ BASMATI



Me desperté intentando desenredar un sueño. En él recordaba una visita que hice hace cuarenta años a un almacen iraní en París. Un amigo nacido allí se había propuesto enseñarme a elegir buen arroz, y estuvimos gran parte de la mañana agachados sobre las enormes bolsas, oliendo los granos. Recuerdo aún la pasión con la que él hablaba sobre ellos y describía sus perfumes y el tamaño de sus granos. Eligió uno y partimos a su casa, donde lo cocinó con azafrán muy crocante, tapado con un paño mojado. El resultado fue asombroso. Nunca olvidé ese día, que quedó marcado en mi memoria.
Allí comprendí que el simple arroz tiene en diferentes culturas un grado de lugar y honor, donde su simplicidad blanquecina comulga con algunos sabores y presentaciones magníficamente deliciosas.
El arroz es, en mi vida privada, quizá lo que más me gusta comer, y siempre que viajo miro atentamente cómo lo cocinan. Quizá mis preferidos sean el tadig de Irán y el arroz nordestino de Brasil, que tiene una fuerte impronta en su cocina regional. Sin olvidar los deliciosos risotti de Italia hechos con arroces carnaroli o arborio, y la crocante paella española a fuego de leña con arroz bomba.
Siempre los periodistas me preguntan cuál es mi comida preferida y ante sus asombros siempre contesto el arroz. Tal vez esta vida entre humos y fuegos me obliga a elegir el grano póstumo y blanquecino para mis momentos de paz, cuando cocino para mí o para mis hijos en el abrazo de mi casa. Curiosamente es sólo en esos momentos que lo comparto en la más grande intimidad, guardando en recelo mi pasión sólo para mi familia.


El sueño tuvo una fuerte presencia durante todo el día, y por la tarde, ya con la entrada gloriosa de la primavera, me dirigí al mercado a caminar por los puestos de verduras, donde encontré unas bellísimas vainas de habas. Al abrir una con mis uñas encontré lo que esperaba: estaban verdes, medianas y en la boca, crudas, daban esos matices casi dulces que las caracterizan. Compré ocho kilos, un enorme manojo de menta fresca y dos cabezas de ajo nuevo muy firme. Regresé a casa y me senté debajo de la parra a pelarlas, primero de la vaina y luego de aquella primera capa que las protege, quedándome sólo con el grano más tierno y perfectamente verde. Terminada la tarea dos horas después, tenía un perol con poco más de un kilo de habas radiantes. Se veían hermosas de verdor y muy frescas
Cuando entré a la casa ya oscurecía, faltaba una hora para que llegaran mis hijos a comer. En una enorme sartén dispuse las habas sin hervirlas a fuego bajo con un pan de manteca. Mientras se cocinaban piqué el ajo y la menta y dispuse la mesa al lado de la cocina. Las habas, que cubrían completamente el fondo de la sartén, se cocinaron sin moverlas dentro del burbujeo de la manteca. Cuando llegaron mis hijos serví un delicioso albariño de las colinas y la casa logró el más perfecto desorden con los perros arriba de los sillones y un caudaloso y generalizado alboroto. Los párrafos musicales que había disfrutado durante toda la tarde de Stan Getz se vieron opacados alegremente por la familia, dispar, diversa, fundamental y amada.
Puse a cocinar un arroz perfumado basmati en un caldo de verduras, antes lo olí y sonreí recordando la gran lección recibida por mi amigo cuarenta años atrás. Mientras se cocinaba hice lugar en el centro de la sartén de habas disponiendo el ajo, y cuando lo vi apenas cocido revolví todo agregando la menta fresca y apagando el fuego. Serví en cada plato la misma cantidad de arroz que de habas con un chorro de aceite de oliva de mi adorado Garzón.
El día había comenzado con un sueño para terminar en otro, y el arroz con las habas, la menta y el ajo estuvo deliciosamente simple, aromático y suculento.

F. M.

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