martes, 17 de octubre de 2017

HISTORIA DE VIDA


Lo supimos apenas llegó a nuestras vidas: era un hombre inolvidable. No por la traza de su figura (algo de la alta silueta del Quijote) ni porque fuese dado a la extravagancia; con el transcurrir del tiempo, lo que perduraba en quienes lo conocían era el don de la sencillez y la generosidad. En medio del vértigo de las cosas, cuando intuía que el pesar, la angustia o la fatiga ensombrecían a aquel que tenía adelante, abría sus brazos para ofrecerle cobijo. Acaso era un hombre bello, si es que la belleza está asociada a la idea de la bondad.
Alguien quiso cierta vez resumir esos atributos: lo llamó Papá Bueno.




Cuando hace unos días volvió a reunir en una cena a su equipo de trabajo para despedirse, después de haber compartido la tarea durante tantos años, nos regaló a cada uno de nosotros un mismo libro. Durante varias horas, compartimos recuerdos mientras bebíamos y comíamos un delicioso pollo al curry. En otra comida que hoy parece lejana, una víspera de la Navidad, nos había incitado a ser aún mejores entregándonos un ejemplar de
Retratos y encuentros, el extraordinario volumen de Gay Talese, que reúne algunas piezas magistrales del oficio periodístico. Esta vez, en cambio, quiso iluminarnos con la fe invencible de su optimismo.

El título del libro es una promesa:
La felicidad es... 500 razones para sentirnos felices. Apenas miramos la portada del libro, con la palabra "felicidad" titilando en su portada y el dibujo inocente de una niña con un globo en la mano, esbozamos una sonrisa. En ese augurio asoman algunos rasgos de Papá Bueno: la límpida mirada y la nobleza de espíritu, el gusto por las pequeñas cosas, el placer infinito por el juego. Rodeados por las hostilidades del mundo como estamos los adultos y tantas veces empantanados en el sueño de alcanzar grandes dosis de bienestar, es fácil sucumbir al encantamiento que producen estos anhelos de aire infantil, pura inocencia. Por unos segundos, mientras hojeábamos el libro, nos dejamos encantar por la idea de volver a ser un poco niños.



Son los placeres sencillos de la vida cotidiana, apenas fragmentos de felicidad, destellos de alegría; la felicidad en lo que apenas dura un parpadeo: llegar a la estación de servicio con la reserva de combustible, hacer muecas graciosas en las fotos, dar vueltas en una silla giratoria, hacer cucharita, saltar las olas, correr por en medio de los rociadores en el jardín, ser el primero en pisar la nieve fresca, embocar el papel en el cesto de la basura, bajar por la escalera mecánica que sube, tener amigos raros, el aroma del café recién hecho, ver cómo cambian las formas de las nubes, una larga caminata con un amigo, descubrir una canción nueva, el olor del pasto recién cortado...
Nos obsequiaba -dijo, mientras iba entregándonos a cada uno un ejemplar y sonreía; la sonrisa protectora que nos ha resguardado tantas veces de contratiempos y fugaces amarguras- uno de esos libros que solemos tener en la mesa de luz sin prestarles demasiada atención hasta que una noche, una de esas noches en las que sentimos que durante el día todo nos ha salido mal y nada tiene ya remedio, solemos hojear antes de intentar conciliar el sueño en el afán de recobrar el aliento y recuperar el propósito de nuestras vidas, que en apariencia hemos perdido.
Poco después de habernos despedido (hay abrazos que jamás se olvidan), ya de madrugada, subí al auto, encendí e motor y puse play. El rayo fulminante del azar (a él le hubiese gustado llamarlo "serendipia") quiso que sonara en una radio de jazz el piano exquisito de Bill Evans, a quien habíamos admirado juntos durante largas y numerosas conversaciones sobre música, uno de los temas que tanto nos unía.
Sentí de pronto una súbita alegría: la música perezosa cayendo como una llovizna lenta, el resplandor de los faros en el asfalto de la ciudad desnuda, el sonido de fragmentos de mil y una charlas con Papá Bueno.
Quizá, se me antojó, era ésa la razón 501 para sentirnos felices: recordar a un amigo una noche de lluvia escuchando a Bill Evans.
Supe entonces que mientras alguno de nosotros se mantuviera en pie, ése habría de recordarlo. Pero, enamorado de las paradojas, supe también lo contrario: en el fondo, nunca se recuerda a quien no se ha ido del todo de nuestro lado y seguirá acompañándonos, cada noche del resto de nuestras vidas, cada vez que busquemos en un libro la pequeña llama vacilante de la felicidad.
V. H. G.

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