domingo, 15 de octubre de 2017

EN "EL ESPACIO MENTE ABIERTA";.....INTERROGANTES



Lloraban por todos los rincones. Corrían de un lado a otro y expresaban su temor. Porque todos, de un momento a otro, podían perder la vida. Ellos estaban convencidos: si los dementes seguían dominando el mundo, pronto no quedaría nada.


Los pacifistas del siglo XX pretendían resguardar al ser humano y a la tierra. A veces, enfundaban su pacifismo en la ecología o en la izquierda. Los movía el temor a la energía nuclear y a su potencial armaentístico. Gritaban al ver a los jerarcas de la URSS en su loca carrera hacia el espacio y despotricaban contra el "gobierno imperialista de Estados Unidos" cuando éste escalaba sus misiles para combatir "la amenaza roja". La Guerra Fría podía desatar el momento final. "¿Qué pasaría si mañana Reagan decidiera destruirlo todo?", preguntaba una joven alemana con una remera de Woodstock 69 a un colega portugués en una manifestación. "¿Y si lo hiciera Brezhnev?", contestaba el luso afiliado a Greenpeace.


Ellos no eran una excepción. En los años 60 eran muchos los ciudadanos de a pie que, en todos los rincones del mundo, tenían la certeza de que la guerra nuclear podía estallar en cualquier momento. Lo habían visto en películas y leído en libros de ciencia ficción. Lo veían documentado en los diarios y en las cadenas televisivas. Los locos a cargo del planeta podían tomar la decisión repentina de apretar el botón rojo. Ese que lanzaría un cohete o una bomba. Ese que, de un plumazo, terminaría con amores e historias. Ese que ya no dejaría nada.
Hoy, el imaginario que alimentó la Guerra Fría y la posibilidad de una guerra nuclear está de regreso. El arsenal nuclear de Corea del Norte en manos de un régimen impredecible; las armas de Putin apuntando a Occidente; el "botón rojo" de las armas norteamericanas a cargo de Trump; ataques químicos en Siria; terrorismo en cualquier ciudad de Europa. Hace algunas semanas, el término "tercera guerra mundial" fue el más buscado en Google, mientras los análisis sobre su inminente comienzo se multiplican. ¿Pero es un fenómeno permanente? ¿Es verdad que nuestros miedos vuelven a poblarse de botones rojos, espías, dictadores y armas de destrucción masiva?


En aquellos años, las imágenes apocalípticas no eran ociosas. Aunque acaso exageraban el temor nuclear, los ciudadanos que se manifestaban por el desarme tenían razón. La Guerra Fría, que enfrentaba a las dos poderosas superpotencias, era algo más que una batalla ideológica entre el "socialismo real" y el mundo capitalista. Era, sobre todo, un proceso de amenazas constantes.


Una de las más aterradoras tuvo lugar en 1962. La Unión Soviética, al mando del camarada Nikita Kruschev, había colocado una serie de misiles nucleares en la Cuba socialista. Descubiertos por el gobierno de Estados Unidos, comenzó la negociación que acabó en telefonazo rojo: Kruschev aceptó quitar los misiles - contra la voluntad de Fidel Castro - y Kennedy se comprometió a hacer lo propio con su arsenal nuclear en Turquía.
En el imaginario colectivo, la guerra nuclear era posible porque la realidad de Guerra Fría era palpable. Los países de la OTAN y del Pacto de Varsovia peleaban en una contienda a muerte en diferentes territorios del mundo. Estados Unidos financiaba demenciales dictaduras de derecha que arrasaban con todo a su paso. Los soviéticos apostaban, por su parte, a sus partidos satélites y daban auspicio a totalitarios regímenes a los que llamaban "democracias populares".


En medio del temor por el estallido, reinaban las ficciones y los relatos. Las novelas post-apocalípticas de Philip Dick - que daba por hecho la guerra nuclear en La penúltima verdad- y las obras de ciencia ficción de un católico pacifista como Walter M.Miller (autor de Cántico por Leibowitz) estaban a la orden del día. El ruso Andrei Tarkovsky tocaba metafóricamente la cuestión en su película Sacrificio y Theodore Sturgeon apostaba al amor en su relato El trueno y las rosas en el que, tras el apocalipsis nuclear, los escasos sobrevivientes sólo se dedicaban a construir la paz. A ellos se sumaban las novelas de espías, en las que se destacaban Le Carré y Graham Greene. Y no faltaban, por supuesto, quienes literaturizaban una filosofía. Entre ellos, el genial Aldous Huxley dejaba claras sus miradas en un libro como Mono y esencia. Allí, solo un país se salvaba de la destrucción nuclear. Era la pequeña Nueva Zelanda.
En el mundo socialista las cosas no eran diferentes. En el confuso underground soviético, diversos artistas manifestaban su terror con unas surrealistas ilustraciones que parecían extraídas de un manual combinado de realismo socialista y cine de terror de "clase b". Boris Mikhailov fotografiaba a hombres con máscaras blancas con respiradores artificiales en un futuro postapocalíptico. Y Sergei Sherstluk pintaba a un cosmonauta muerto en un paraíso socialista con una imponente belleza natural pero ninguna vida posible.


Un día, sin embargo, el mundo amaneció siendo otro. Tras escuchar durante años sobre tratados nucleares, carreras armamentísticas y programas de desarme, cayó el Muro. En Berlín empezaba a destruirse el "socialismo real". El fin de la Guerra Fría sepultaba el siglo XX. Y con él, la vieja amenaza nuclear. ¿Qué pasaría después?

Con capitalismo e inequidad, con injusticia en todo el planeta, pero con la tranquilidad de que los bombazos no estallarían, ¿cómo se produciría temor? ¿Dónde quedarían el enemigo y las novelas de espías?
Rápidamente, comenzaron a desarrollarse nuevas teorías de la confrontación. Aunque las relaciones entre China y Estados Unidos permanecieron tensas, el comercio y la apertura del gigante asiático impedían colocarlo en el lugar de la vieja Unión Soviética. Ningún otro país se oponía de manera flagrante a Estados Unidos con el poder antes ostentado por la URSS y la idea de la hecatombe nuclear se volvía peregrina.
Sólo había un Estado capaz de provocar ese temor. Era ridículo, bizarro y excéntrico, pero contaba con un progresivo poderío armamentístico. Era la República Popular Democrática de Corea. La dictadura norcoreana -mezcla de marxismo-leninismo con teorías sobrenaturales y delirios económicos- había iniciado su proyecto nuclear de la mano de su primer líder: el camarada Kim Il Sung. El todavía hoy considerado "Presidente eterno" se había adherido, paradójicamente, al Tratado de No Proliferación Nuclear. Eso le había permitido adquirir tecnología que utilizaría, según declaraban sus voceros, con fines pacíficos. El mundo no tardó mucho en darse cuenta de que en un país militarizado, cerrado y en una Guerra Fría permanente con su vecina Corea del Sur, eso del "uso pacífico" no era más que un cuento.


Desde fines de los años noventa, con el liderazgo de Kim Jong Il (hijo de Kim Il Sung) la amenaza pareció volverse cada vez más real. Ahora, con Kim Jong Un (hijo de Kim Jong Il y nieto de Kim Il Sung) a la cabeza, la amenaza vuelve. Pero nadie presagiaría guerra sin mirar al otro lado: y al otro lado está Donald Trump.

¿Puede un pequeño país delirante como Corea del Norte reemplazar a la poderosa Unión Soviética como amenaza en una eventual guerra fría? Aunque muchos especialistas coinciden en que es imposible, los medios no dejan de auspiciar la idea de un inminente peligro nuclear.
El inefable Trump abre motivos para la locura. A principios de abril, el presidente norteamericano dijo que Corea del Norte estaba poniendo el dedo en la llaga. "Corea del Norte busca problemas. Si China decide ayudar, sería genial. Si no, ¡resolveremos el problema sin ellos!", tuiteó el mandatario norteamericano. Luego, se mostró complaciente con el mandatario chino, Xi Jinping. Pero, siempre fiel a su estilo contradictorio, volvió a declarar que actuaría solitariamente si China no cooperaba. ¿En que andará ahora? No lo sabemos: todo puede cambiar mañana.


Lo cierto es que los amantes de las teorías apocalípticas parecen estar viviendo buenas horas. Tras el vuelo de dos bombarderos supersónicos norteamericanos en un simulacro con la Fuerza Aérea Surcoreana, Corea del Norte atacó una vez más: "La provocación militar imprudente está llevando la situación en la península coreana al borde de la guerra nuclear", dijo la agencia oficial de informaciones de la autocracia de los Kim. El canciller ruso, Sergei Lavrov advirtió a Estados Unidos por sus actuaciones unilaterales con Norcorea. Y hasta el Papa Francisco se pronunció: "Esto de los misiles de Corea hace más de un año que se está haciendo, pero ahora parece que la cosa se ha calentado demasiado".
El lado de la cordura
¿Guerra mundial y nuclear entre Estados Unidos y Corea del Norte? ¿No es excesivo? "El problema real no es Norcorea. Son las acciones de Trump en Siria", dicen unos. En realidad el verdadero dilema es la relación de Estados Unidos con Rusia. Estamos entrando en una nueva Guerra Fría", dicen otros. ¿Serán los mismos que hace apenas unos meses afirmaban que Trump y Putin eran mejores amigos? ¿Serán los mismos que acusaron a Putin de ayudar al magnate norteamericano a acceder a la presidencia a través de hackeos informáticos?
La idea de una nueva Guerra Fría entusiasma a muchos. Entre ellos está Stephen Cohen, profesor emérito de estudios rusos de la Universidad de Nueva York. Según él, "la retórica belicista de Washington militariza la nueva Guerra Fría y genera análisis rusófobos en el establishment político-mediático en Estados Unidos, lo que incita a una guerra real".
El director del Instituto Carmel de Cultura e Historia Rusas en la American University de Washington D.C, Antón Fedyashin, se encuentra en las antípodas de esta idea. Fedyashin suele mirar con escepticismo y una mueca risueña las declaraciones rimbomantes que remiten al pasado y simplemente considera que es una "ironía que Occidente vuelva a los estereotipos que retratan a Rusia como una amenaza". ¿Por qué lo hace entonces? Su respuesta es sencilla: porque "sirve como remedio para encontrar puntos de referencia en un mundo que es mucho más complicado, fluido y difícil de comprender".
Del lado de la cordura también se ubica Mark Galeotti, investigador en el Instituto de Relaciones Internacionales de Praga, quien sostiene que "la gran diferencia es que, mientras en la Guerra Fría los dos mundos estaban muy aislados entre sí, ahora han interiorizado, en muchos sentidos, la misma visión del mundo".
¿Puede existir realmente un nuevo proceso de tensión entre Estados Unidos y Rusia como el que se vivió durante medio siglo? Hace apenas un mes, la prestigiosa revista The NewYorker intentó responder esta pregunta en una descollante crónica sobre las relaciones entre Trump y Putin. Sus autores, Evan Osnos, Joshua Yaffa y David Remnick, hacen suyas las palabras del jefe de periódico Ecos de Rusia, un hombre influyente y bien involucrado con la élite política de Moscú. "A los ojos de Putin, Occidente es la preocupación estratégica más apremiante de Rusia. Es anterior a Trump y le sobrevivirá. La Rusia de Putin tiene que encontrar maneras para compensar su debilidad económica y geopolítica; sus palancas de influencia tradicionales son limitadas, y, si no fuera por su formidable arsenal nuclear, no está claro si sería realmente importante como potencia mundial".


Pero si Rusia no es la vieja URSS y sin su poderío militar difícilmente sería considerada una potencia de envergadura, ¿por qué hablar de Guerra Fría? Y si Corea del Norte no puede demostrar siquiera que su armamento nuclear tiene un alcance potencial para un conflicto bélico serio, ¿por qué hablar de guerra nuclear? La bandera roja no ondea en el Kremlin. Putin puede pretender que maneja un imperio pero Rusia ya no lo es. Corea del Norte, gobernada por una dictadura autocrática y demente, es un pequeño país asiático que no puede reemplazar a la vieja Unión Soviética en una disputa nuclear. China, siempre compleja, encarna un factor destestabilizador y estabilizador a la vez. Trump gobierna Estados Unidos. Y lo que antes era imaginario colectivo, hoy solo parece ser imaginario mediático y político.
El mundo de hoy no es el del pasado. Las fuerzas políticas son diversas y los escenarios más cambiantes. La recurrencia a los miedos puede ser una buena estrategia para atemorizar, pero el temor no está presente como entonces. Nadie piensa, por ahora, en los términos de la Guerra Fría. ¿Será que no nos importa? ¿O que hemos internalizado que los bloques y conflictos no son ni influyen como antes? Quizás haya guerra nuclear y mundial algún día. Puede suceder pronto o dentro de cien años. No deberíamos, sin embargo, aplicar con simplismo categorías de un tiempo que fue a uno que ya no es.


Hace unos meses, con el triunfo de Trump y el crecimiento de la extrema derecha y los nacionalismos, hubo quienes vinieron a avisarnos: volvemos a los años 30. Ahora, en cuestión de semanas, hemos pasado rápidamente a los 50 y los 60. ¿Hacia dónde nos dirán que hemos ido mañana?
M. Sch. 

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