martes, 17 de octubre de 2017

EL VERDE TESTIGO; LA ARAUCARIA



En la foto, cuyos colores han ido empañándose con las décadas, mi madre está sentada al pie de un árbol conmigo en brazos. Hace poco ha empezado el verano. Eso quiere decir que tengo sólo unos meses de vida. El árbol es una araucaria que ya era gigantesca entonces y que hoy sigue allí, callada, orgullosa y sombría, en el parque Leonardo Pereyra, en el barrio de Barracas.
Dibujé muchas veces esa araucaria, en mi adolescencia, cuando fui un empecinado aprendiz de pintor. Cada vez que podía, tomaba mi bloc y mis lápices, y caminaba las cinco cuadras que separaban mi casa del parque. Mi hermano y sus amigos solían marchar allá adelante, intercambiando pelotazos por el medio de la calle, precalentamiento obligado para el partido por venir.
En ocasiones, la pelota golpeaba contra una puerta y la casona retumbaba con el impacto; sus habitantes miraban entonces hacia la calle y declaraban, lacónicamente:
-Chicos.


Con esto querían decir que nadie había llamado a la puerta, que nada se había roto, que no hacía falta salir. Chicos jugando a la pelota en la calle. Siempre habían formado parte del paisaje barrial, y eso era bueno.
-Chicos -pronunciaban, y volvían a lo que estaban haciendo.
Esa tarde, sin embargo, fue diferente. Mi hermano y sus amigos iban adelante, cruzando pases, cuando, al llegar a una esquina, la pelota impactó contra el portón de un garaje. Unos segundos después, esa casa vomitó dos sujetos coléricos. Los chicos, asustados, salieron corriendo hacia el parque. Debió terminar allí, pero los agresores se subieron a un auto e iniciaron una persecución. En ese momento me di cuenta de que había problemas serios y me precipité tras el coche, gritándoles.
Luego de una cuadra, se dieron por notificados, detuvieron el auto, se bajaron y se me vinieron encima. Intenté explicarles.
-Son chicos jugando -les dije. Sin aviso, sin pestañear, uno de los dos me colocó un puñetazo directo a la sien. En el preciso instante del golpe advertí una cantidad de cosas. Que estaba en una calle solitaria a la hora de la siesta. Que un adulto acababa de noquear a un menor de edad. Y que ese adulto pesaba, como mínimo, dos veces más que yo. Es interesante todo lo que se puede cavilar en el tiempo que tarda uno en caer grogui a la lona.


Recuerdo a la perfección cómo se siente un nocaut. Casi no había dolor, pero parecía que me habían llenado la cabeza con arena y oía un zumbido de lo más irritante. Cuando terminé de derrumbarme, ya había llegado a una conclusión. Levantarse no era una buena idea. Estaba aterrorizado, no les voy a mentir, pero tenía un plan. Así que cuando el energúmeno me empezó a sacudir, fingí todos los síntomas de un desmayo. Y dejé de respirar. No tengo ni la más remota idea de dónde saqué el aplomo para mantener mi actuación, pero tampoco me quedaban muchas opciones.
Con los ojos en blanco, la boca entreabierta y sin respiración, el desenlace no se hizo esperar.
-¡Lo mataste, lo mataste! -gritó uno de los sujetos y la garra que me apretaba el brazo se abrió. Me dejé caer, exánime. Como todos los que le levantan la mano a alguien más débil, estos dos eran unos cobardes. Se subieron al auto y huyeron, dejándome ahí tirado. Fue un alivio, porque ya se me estaba terminando el aire.


Cuando el ruido del motor se desvaneció en la tibia tarde de principios del verano, me senté en el cordón de la vereda, junté mis lápices y el bloc despatarrado, y se me ocurrió que los dos salvajes podrían haber ido tras mi hermano. Así que corrí tambaleante la cuadra que había hasta el parque. Pero, sabiamente, se habían esfumado. Chicos.
Algo aturdido, y sin saber qué buscaba, me adentré en los senderos e instintivamente fui a refugiarme al pie de la inmensa araucaria. Justo allí donde 15 años antes se había sentado mi madre conmigo en brazos y le habían sacado esta foto que todavía conservo.
A. T.

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