sábado, 19 de agosto de 2017

LECTURA RECOMENDADA


La realidad resulta, con frecuencia, una tentación irresistible para el escritor. Pero así como puede darle alimento sin agotar su caudal, esa misma desmesura suele poner en cuestión lo verosímil. ¿Hasta dónde es posible, parafraseando el lugar común, beber de esa realidad sin que el lector descrea de ella o la estigmatice como una ficción absurdamente fantasiosa?


La extensa trayectoria de
Miguel Bonasso dentro y fuera de la literatura lo ha entreverado de sobra con la complejidad de lo real, y casi todo lo que ha escrito se ha visto atravesado por su propia experiencia como militante, periodista, legislador e incluso -previo a todo ello- como ejecutivo. Pocas historias, sin embargo, habrán emergido tan claramente fascinantes y a la vez tan inverosímiles, tan incontables como la de David Graiver, el banquero de origen judío que manejó el dinero de Montoneros y a la vez mantuvo, entre otras -Dr. Jekyll y necesario Míster Hyde- una relación estrecha tanto con la banca neoyorquina como con el Mossad, el muchas veces tristemente célebre servicio secreto israelí. Se ha escrito mucho sobre Graiver durante los últimos años, en particular a propósito del reverdecimiento de la conflictiva venta de Papel Prensa -propiedad del grupo familiar-, pero el disparador de la última novela de Bonasso surge de la mayor fantasía posible: que Graiver no haya muerto, en agosto de 1976, a bordo de un pequeño avión estrellado a escasa distancia de Acapulco, en aquel "accidente" en cuya fatalidad nadie creyó.


A partir de esa especulación apoyada en innumerables irregularidades, Bonasso, que ya había coqueteado con resucitar a un muerto en Don Alfredo -el libro de no ficción sobre la vida de Alfredo Yabrán-, construye en El hombre que sabía morir un relato que, a caballo de las estructuras largamente probadas del thriller, por momentos resulta hipnótico, y en otros es víctima de algunas de sus debilidades o lugares comunes.
Aarón Goldberg, "Ary", es un Graiver mínimamente travestido, alguien que nació para los negocios y que apenas pasados los treinta ha edificado un imperio familiar. El presente del relato se sitúa en 1989, momento en que secuestran a la hija de Goldberg y éste, previsiblemente, acude en su rescate. Goldberg ha fingido su propia muerte trece años atrás; el modo de salvarse y mantener, aunque solo en principio, a salvo a su familia. Esposa e hija permanecen durante todos esos años al margen de la verdad, hasta que el secuestro de Soledad activa una serie de acontecimientos inevitables. La intención de los secuestradores es, desde luego, atraer a Goldberg -el dato revelador respecto de su sobrevida les ha llegado recientemente-, con el objetivo de no sólo rastrear su fortuna sino también de utilizar sus contactos con los altos mandos cubanos para insertar el narcotráfico en la isla y desacreditar por completo a la Revolución.
Uno de los aciertos medulares de la novela es la presencia coprotagónica de José Ber Gelbard -padrino y protector de Graiver/Goldberg-, ministro de Economía de los últimos gobiernos peronistas previos a la dictadura, caído luego en desgracia y perseguido por la Triple A y los militares hasta su muerte en Washington a fines de 1977, aparentemente a raíz de un paro cardíaco (la novela lo pone en duda con cierta tibieza). Otro logro es el de darle voz a Fidel Castro, algo que parecía un riesgo casi insalvable. Otro es el de haber estructurado la trama, en sus impulsos finales, sin respiro. No obstante, parte de la densidad argumental que El hombre que sabía morir propone a partir de su diálogo con el pasado de la Argentina se diluye en la mecanicidad de ciertos clichés a los que en ocasiones tiende el género policial. Todos esos personajes uniformemente malvados, para colmo con un pie en el satanismo, asordinan o ridiculizan en parte las resonancias de una realidad que de por sí tiene todo para tornarse inverosímil.

EL HOMBRE QUE SABÍA MORIR
Por Miguel Bonasso
Sudamericana. 381 págs., $ 349

J. M. B.

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