domingo, 20 de agosto de 2017

EL REINO VEGETAL, CAPRICHOS Y MALOS TRATOS

GABRIEL GARCÍA MÁRQUEZ
Para que vuelva a entrar la buena suerte en una casa desollada por la desgracia no hay nada más eficaz que un ramo luminoso de flores amarillas.

Es incluso un conjuro invencible contra las nubes oscuras que suelen perturbar en ciertos días inciertos el oficio misterioso de escribir.
Cuando los dedos se nos enredan en la tecla equivocada, cuando no conseguimos que los personajes respiren con su aliento propio en el ámbito de la novela, cuando uno no encuentra la palabra compasiva que los ayude a morir sin dolor, es porque algo falta en el aire del cuarto en que se escribe.
Y lo que falta casi siempre es una flor.De modo que no es por superstición caribe, sino por una experiencia acendrada y fructífera, que nunca me aventuro a escribir sin que haya en el vaso de mi escritorio una rosa amarilla.
“Las flores son gente”, le oí decir alguna vez a un niño de siete años, que sin duda sabía muy bien lo que quiso decir.
En efecto, la conducta humana de las flores y de las plantas se encuentra establecida en la poesía de siempre, tanto en la buena como en la mala.
Es difícil acordarse de las hermanas Brontë sin evocar en algunas de sus páginas más bellas una tibia fragancia de mimosa al atardecer. Mimosa púdica, porque sus hojas se retraen, incluso sin que nadie las toque, con el simple paso de una sombra.


Nadie tendrá derecho a creerse poeta si no comparte con las hermanas Brontë la idea de que el olor de las mimosas es un ánima en pena que vuelve al mundo de los vivos en busca de una persona amada.
En alguno de mis libros me apropié de esa idea con todo el derecho de mi grande admiración. “El jazmín es una flor que sale”, escribí, sin que nadie hasta ahora me lo haya reprochado.
De la novela más hermosa de William Faulkner conservo el recuerdo persistente de una guía de glicinas a la ventana en una tarde de verano ardiente.
Siempre he vuelto con el mismo estupor a la leyenda del conde Drácula, tal como Bram Stoker la implantó para siempre en la literatura; pero lo que más me sigue impresionando de esa obra maestra pavorosa no es la condición sobrenatural del vampiro, su facultad de desembarcar en el puerto de Londres convertido en perro, sino la zozobra que causaban en su ánimo las flores del acónito.



Uno de los asombros de mi infancia era el ceremonial con que mi abuela sacaba las flores de nuestro cuarto antes de dormir.

Alguien me explicó más tarde que ella tenía razón: el anhídrido carbónico que exhalan las flores puede ser perjudicial para quienes duermen con ellas en un cuarto cerrado.
Pero la verdad es que mi abuela tenía relaciones con los misterios mucho más reveladores que las de los científicos, y lo que siempre me dijo fue que las rosas en los dormitorios suscitan sueños indeseables que nos persiguen hasta la muerte.
Hablamos de estas cosas la otra noche en una reunión de amigos, y, uno de ellos hizo una disertación sabia y fascinante sobre el alma de las plantas.
Todo empezó cuando alguien se refirió a El día de los trifidos, de John Wydham, que es una de las novelas más terroríficas que recuerde.


Un trifido -al contrario de lo que muchos creímos al leer la novela- no es una planta asesina, capaz de desarrollar sus tentáculos voraces y exterminar en pocas horas el género humano.
No; es un modesto adjetivo para uso de botánicos, que califica algo que está hendido o abierto en tres partes.
Sólo que el autor de la novela logró infundirle una significación que hoy ha pasado a ser un símbolo de la amenaza tremenda que representa para los mortales el reino vegetal.
Nuestro amigo, y yo creo que con razón, cree todo lo contrario. “Dentro de las casas las plantas llegan a formar parte del núcleo familiar”, nos dijo aquella noche.
“Gozan y sufren con nosotros, se alarman ante las amenazas verbales y pueden morir de terror ante una agresión real, contra la cual carecen de defensas”.
Los animales, sobre todo los perros domésticos, las ratas y ciertos insectos perniciosos, son para ellas un tormento perpetuo.
Esto es posible establecerlo sin ninguna duda mediante el uso de un galvanómetro, que es un instrumento para comprobar la existencia, medir la intensidad y determinar el sentido de una corriente eléctrica mediante la desviación que ésta produce en una aguja magnética. Contacto a una planta: el galvanómetro revela sus reacciones y aun sus sentimientos más íntimos.
Alguna vez se hizo un experimento que hoy es célebre en el mundo entero. Un científico destruyó un filodendro en presencia de otras plantas.
Participaron también cuatro estudiantes que desconocían los planes del agresor y los propósitos del experimento.


Más tarde se comprobó, mediante el galvanómetro, que las plantas se estremecían de horror frente al victimario y no frente a los testigos, y que inclusive reaccionan de un modo distinto ante el cuchillo con que fue destruido el primer filodendro.
“Las plantas”, continuaba el amigo, “reaccionan ante la felicidad y el placer”. Colocada en una habitación donde una pareja humana hace el amor, una planta vivirá los mismos estados de ánimo de los amantes.
El galvanómetro, exacerbado, registrará vibraciones febriles que sólo podrían definirse como un orgasmo.
El centro nervioso de las plantas -concluyó el informante- se localiza en los tejidos de las raíces, los cuales se ensanchan y contraen como los músculos del corazón humano.
Además, tienen memoria: son capaces de acumular impresiones y retenerlas por largos períodos de tiempo.
Uno puede preguntarse, en consecuencia, qué recuerdos históricos podría almacenar una sequoia, ese árbol fabuloso que llega a crecer hasta 150 metros y puede vivir hasta 3.000 años del tiempo humano.


Por otra parte, hay plantas a las cuales se les ha inyectado una fuerte dosis de alcohol, y el resultado se ha visto en su comportamiento: una embriaguez triste.
Al día siguiente, el galvanómetro ha revelado síntomas semejantes a los que sentimos los seres humanos por los excesos de una parranda. También parece demostrado que los sonidos armónicos influyen en el crecimiento de algunas plantas.
Los autores que prefieren en su estado más primario son Johann Sebastian Bach y, en general, los más barrocos. Pero es posible refinarles el gusto, hasta lograr que experimenten un éxtasis real con Bartok o Schoemberg.


En cambio, parece que las plantas de hoy detestan el acid rock, y que sus estridencias hacen disminuir el tamaño de sus hojas.

Me pregunto, después de estas revelaciones que supongo bien fundadas, cómo será el sufrimiento de los bonshais, esos árboles normales que los japoneses convierten en enanos a viva fuerza.



Me pregunto qué sentirán las rosas de cultivo industrial, como hay tantas en Colombia, a las cuales se les ha eliminado el aroma.

Nuestro amigo botánico no pudo explicarnos el motivo de esta mutilación de la fragancia, pero hay quienes dicen que es una exigencia de los importadores norteamericanos, cuyos clientes adoran las rosas, pero detestan su perfume.


El profesor René Dumont, en uno de sus libros de protesta sobre la destrucción del medio ambiente, ha revelado un drama fantástico: cada edición dominical del New York Times consume una cantidad de papel fabricada con hectáreas de bosques.
Sin embargo, no todos los que estábamos en aquella reunión parecíamos tan sensibles al sufrimiento de las plantas y el genocidio de los bosques.
Hace un instante, además, acabo de tener una prueba imprevista de cómo vemos los hombres estos temas insólitos.
En efecto, un amigo, que considero inteligente y serio, me ha llamado por teléfono para preguntarme cuál era el terna de mi nota de esta semana.
“Estoy escribiendo sobre el sufrimiento de las plantas y las flores”, le contesté. Mi amigo, con una alarma cierta, exclamó:
-¡Ah carajo! ¿,No te estarás volviendo marica?

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.