miércoles, 21 de junio de 2017

FEMICIDIO


La galantería ha muerto. O por lo menos el canon tradicional que definía ese gesto amable de origen cortesano expresado, en la cultura clásica, por un hombre hacia una mujer. La sensibilización masiva y global sobre la violencia de género, y sobre los vicios judiciales y sociales que la apañaron históricamente, empezó a repercutir en las conductas cotidianas.
El otro día, de soslayo, escuché una conversación en un colectivo entre dos sujetos masculinos de unos treinta y cortos años activos y supuestamente solteros. Uno de ellos le confesaba al otro sus temores y dudas a la hora de cortejar o "levantarse", en un argot canchero, a una mujer y terminar señalado como un exponente brutal y peligroso del heteropatriarcado. Las dudas resultaban de lo más curiosas: "Si le decís que te gustan sus ojos puede interpretar que la estás acosando o denigrando". "Claro, a veces es mejor pedirle el Facebook o el Instagram y darles like a sus publicaciones para que se dé cuenta de que te gusta, pero no decir nada", acotaba su compañero con cierta perplejidad. "Es que antes uno ni lo pensaba, pero ahora hay que tener mucho cuidado cuando te gusta alguien", sintetizó su amigo, con cierto aire paradojal.
En la literatura y el cine abundan las historias de galantería que hoy serían consideradas criminales. De hecho, una telenovela supuestamente inocente de la tarde como Amo y señor, en la que Arnaldo André tenía la inclinación un tanto "ligera" de cachetear a Luisa Kuliok, sería objeto de escándalo y judicialización.


Tangos como "Tortazos" o "34 puñaladas", por mencionar apenas dos, estarían en la lista negra de la violencia de género, y ni Edmundo Rivero ni Carlos Gardel hubieran llegado muy lejos de Tribunales. Pero también ejemplos menos taxativos, como el de John Cusack (Lloyd) con su pasacasete debajo de la ventana de Ione Skye (Diane) en la ochentosa Say Anything, quedarían envueltos en la polémica porque descifraríamos allí un acoso, más que un acto de puro romanticismo como lo imaginó el director y guionista, Cameron Crowe.
Es que a esta altura ya no hay lugar para la ficción. Ni para el más mínimo matiz insidioso poblado de "ironías inteligentes" con las que algunos pretenden sortear el barroso terreno de la violencia de género para desacreditar posiciones. Importan además no sólo las acciones, sino también lo que un hombre íntimamente cree sobre este tema. Es casi el único aspecto de la vida social donde la delgada línea entre la reflexión subjetiva y la acción concreta desaparece a la hora de juzgar responsabilidades, incluso de carácter penal (si lo sabrán Gustavo Cordera y su boca enorme).
La galantería ha muerto, sí, pero hay que admitir que fue por culpa de nosotros, los varones. Y es una pena, sí, pero también resulta necesario cotejar un dato alarmante: se cometieron 133 femicidios en lo que va de 2017. Reconfigurar los códigos de seducción no es ir en contra de la belleza y su maravillosa exaltación, como algunos hombres consideran, sino intentar preservarla, cuidarla y respetarla.

 ¿Quién puede autoconcederse el derecho de interrumpir con un comentario el espacio temporal de otra persona en la calle con la belleza como excusa?
Al parecer llegó el tiempo de desprenderse de lo aprendido dentro de una matriz de roles superados y eso requiere voluntad, conocimiento y tiempo. Ese desaprender es un camino individual y colectivo que inexorablemente ya se inició, a pesar de que aún parte de la sociedad defiende los viejos hábitos. Otro dato alarmante: en marzo pasado se registraron 33.580 llamadas a la línea 144 para denunciar o buscar asesoramiento jurídico y contención psicológica para víctimas de violencia de género.
Al final, quizá sea un gran avance que el like impersonal en las redes reemplace al despótico "piropo", un rito que, en verdad, y desde la visión de un padre de una hija adolescente, resulta indefendible.

F. V.

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