lunes, 22 de mayo de 2017

PENSAMIENTOS COMPLEJOS



Eguzkilore. En casa es apenas una postal: de un lado, la imagen de una flor extraña, entre cardo y muérdago, de pétalos ríspidos y dispuestos como los rayos de un pequeño sol; del otro, la explicación. En cuatro idiomas -español, euskera, francés e inglés-, la descripción de lo que en el País Vasco se conoce como la "flor del sol" y su tradición, anclada en lo más arcaico de la mitología de esa región. En el fondo de los tiempos, cuando los antepasados de los vascos eran seres íntimamente ligados a los bosques y sus misterios, se creía que el eguzkilore poseía las propiedades benéficas del sol. Como buen hijo de la luz y el calor, era capaz de mantener a raya la oscuridad y preservar del mal o de las catástrofes a aquellos que lo colocaran en la puerta de su hogar.
"Crearé para vosotros una flor tan hermosa que al verla los seres de la noche creerán que es el propio sol", cuenta la leyenda que les dijo la diosa Tierra a los primitivos habitantes de Euzkadi. Aún hoy en muchas viviendas vascas es posible ver, si no la versión natural, alguna recreación artificial del amuleto. La última vez que visité Bilbao me traje una postal con la foto del eguzkilore y, a modo de personal voto a los orígenes, ahí la dejé, sobre uno de los estantes de la biblioteca, medio perdida entre fotos, cuadritos y adornos.


Pero la semana pasada recordé la mágica "flor del sol", la busqué por entre el habitual desorden de los libros, y me sorprendí pensando esas cosas absurdas que uno piensa a veces. ¿Cuántas casas -me pregunté-, casitas o caseríos próximos a la ciudad de Guernica habrán tenido un eguzkilore suspendido sobre puertas o ventanas el 26 de abril de 1937? Fue luego de que las redes aproximaron lo previsible: a 80 años del bombardeo que hizo horrorosamente célebre una pequeña ciudad que ni siquiera era un objetivo de guerra estratégico, se sucedieron las coberturas de homenajes, recordatorios, idas y venidas sobre Picasso y el cuadro, ese cuadro.
Por sobre todo hubo una frase. En el flujo caótico de Twitter alguien recordó lo que alguna vez dijo el filósofo español Emilio Lledó: "La raíz del mal está en la ignorancia, el egoísmo, la codicia". Y, pese a que la cita no se refería al aniversario, sólo pude pensar en Guernica, el eguzkilore y las formas específicamente humanas -infinitamente más aterradoras que las de cualquier genio maléfico- de lo atroz.


Porque Guernica fue algo así como la pérdida del último resquicio de inocencia de la humanidad. Se sabe: hace ochenta años, durante la Guerra Civil española, los aviones de la legión Cóndor se abalanzaron, en un domingo de feria, sobre una ciudad que no poseía ni defensas antiaéreas ni nada que la convirtiese en objetivo bélico, salvo la lejana decisión de convertirla en campo de pruebas. Porque sobre Guernica se descargaron armas que requerían ser puestas a punto y se testearon los efectos del bombardeo masivo a una población civil. Nada que sorprenda a nadie a estas alturas, pero que hace ocho décadas inauguró una oscura modalidad de aniquilación.
"Durante la Primera Guerra Mundial la aviación sólo tuvo un papel limitado (aunque igualmente aterrador) -escribió la historiadora Joanna Bourke-. La primera gran demostración del poder de la aviación para diezmar a la población civil se produjo con el bombardeo de Guernica."




Lo que se iniciaba eran los tiempos de la guerra total, esa que hoy parece absolutamente naturalizada, en la que el conflicto no se circunscribe al campo de batalla (o en la que hablar de algo así casi no tiene sentido), sino que lo abarca todo: rutas, ciudades, fábricas, pueblos, viviendas, hospitales, escuelas, adultos, niños.
La guerra total supone la gran tecnología y el ajedrez político, pero también la entronización de la ignorancia, la codicia, el egoísmo. Los habitantes del bosque tenían suerte: a ellos, con una flor parecida al sol les bastaba.

D. F. I. 

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