lunes, 24 de abril de 2017

QUE PEOR CASTIGO ES NACER SABIENDO QUE VAS A MORIR


Un día, en la escuela, habiendo aprendido ya a sumar y restar, fui a la última página de mi cuaderno e hice una lista. En la columna de la izquierda anoté los años por venir; en la de la derecha, la edad que tendría en cada uno de esos años. Me detuve en 2000, cuando, deduje, cumpliría 40.
Para ese niño, 40 años era una edad exorbitante. Mi horizonte existencial estaba allí, no podía ver más allá de los 40, y ni siquiera podía ver que no podía ver más allá.
Mamá, que en esa época tendría unos 35 años, falleció prematuramente, a los 67. Entonces tenía yo 40. Recordé, por supuesto, aquella lista compuesta con letra infantil, y se me erizó la piel. No porque sospechara -tampoco lo hago hoy- algún poder profético en aquel niño ido, sino por el abismo infranqueable que existía entre mi percepción de la edad en la infancia y la que tenía ahora, de adulto.
Lejos de ser el anciano que había vislumbrado desde el pupitre en el que garrapateé aquella lista, sentía que sólo ahora, cursada la turbulenta adolescencia, atravesados los insensatos veinte, superados los desvelos de los treinta, empezaba a entender, por fin, algo de la vida.


La partida inesperada de mamá ocurrió, pues, en ese umbral decisivo. No sabía cómo, pero iba a tener que aceptar que su amor desmedido, su pasión, su desparpajo y su rebeldía perpetua habían desaparecido. Han pasado más de 15 años, y sigo echándola de menos. Muchas veces me encuentro pensando con qué siniestra frialdad el destino me privó de llamarla por teléfono a cualquier hora (salvo por las mañanas, porque mamá nunca se levantó antes del mediodía) para pedirle un consejo o preguntarle en cuánto tiempo se hervía un choclo. Es raro. Extraño esos momentos insignificantes, que al final parecen ser los que se resisten al olvido con mayor tenacidad.
Pero su ausencia me dejaba desorientado por otro motivo. Crítica feroz de mi decisión de dedicarme a la escritura (y no a algo serio), pero admirando en secreto un coraje que ella no había logrado reunir, su opinión era siempre la que más me importaba. Ahora que se había ido, ahora que ya no tenía que demostrarle nada a nadie, caí en la cuenta, la mañana atroz del sepelio, de que tendría que trazar mi propio mapa.


Recordé así la lista en el cuaderno y me puse a reflexionar sobre eso que llamamos edad y que no es nada, que es una entelequia forjada de prejuicios y malentendidos. Ahora tenía la edad que a los 7 u 8 años no había podido siquiera concebir, ¿acaso podía figurarme, hombre ya maduro, cómo sería tener 80?
Descubrí que no existía la sensación de tener cierta edad. Nadie se siente de 40, de 60 o de 80. Si no invirtiéramos ni un segundo en esta contabilidad nefasta, si desaparecieran de una vez los espejos, advertiríamos que el espíritu carece de edad, que el mundo sigue brillante y lozano, y que a partir de los 40 la edad se convierte en una profecía autocumplida.
Concedido, los años traen algunos achaques y la decrepitud es ineludible. Pero ¿cómo llegamos a sentirnos viejos? ¿Qué significa sentirse viejo? No estamos hechos sino de tiempo, y el tiempo es inmarcesible. La obsesión fáustica por preservar la juventud del cuerpo nos impide ver una verdad universal: el alma no envejece. 

Por eso, como escribió Cicerón, "ningún hombre es tan viejo como para no sentirse capaz de vivir otro año".
En la adolescencia leí su extraordinario diálogo De la vejez, en el que un Cicerón de 62 años -que sería asesinado a los 63 por los sicarios de Marco Antonio- encarna a Catón el Viejo, de 84. Entendí la mayoría de los conceptos, pero se me escapó su sentido último. Cuarenta años después siento que la edad es un fantasma, otro fantasma de los muchos que atormentan nuestros días, y que sentirse viejo no es sino una decisión. Una mala decisión.
Me gusta pensar estas cosas cuando se acerca la Pascua. Porque el alma no sólo no envejece, sino que es eterna e inmortal.

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