jueves, 23 de marzo de 2017

HABÍA UNA VEZ....EL PUÑAL DE JORGE FERNANDEZ DÍAZ


De su novela “El Puñal” en la que el personaje principal, Remil, se ve envuelto en una aventura carcelaria, como infiltrado.

El tema es así. Se tenía la certeza de que funcionaba dentro del servicio penitenciario una banda que vendía drogas en casi todos los penales y que además sacaba de noche a los presos más peligrosos para robar automóviles.
Las sospechas caían sobre la UP 63, y entonces necesitaban infiltrar a alguien directamente en los pabellones porque los guachitos tenían cómplices en la Dirección General de Recursos Humanos y no se los podía engañar con un oficial honesto ni con un agente de otro servicio.
Tampoco se podía infiltrar a un policía entre los presos, porque Bragoni conocía a todos los canas corruptos de este puto país, y la verdad es que los porongas que mandan en las ranchadas huelen un cobani a cien metros.
El Ministerio necesitaba a un desconocido con las pelotas bien grandes. El coronel me llevó a cenar y me contó todo el plan. Volví a Belgrano R totalmente borracho.
Tenía que afeitarme la cabeza y hacerme dos tatuajes tumberos en un brazo y en el pecho.
Me darían documentos nuevos a nombre de Miguel Bruguera, un asaltante de bancos que había pasado por prisiones federales de Mendoza y San Juan, y que se había fugado a Chile.
Cálgaris me juraba que habían revisado legajo por legajo y que nadie lo conocía personalmente en la UP 63.
Aunque era famoso de mentas, un buen ladrón que se había boleteado a dos bigotes de patrullero, «Brugo» o «El Pájaro», como lo llamaban, no tenía ningún gomia en esa población de malandras, era prácticamente un extranjero en aquella cárcel bonaerense.
Yo debía memorizar todo su historial. Y después, guardar mi pistola y llevar una Browning 9 milímetros con numeración limada, armar un bolso con ropa modesta y pagar una pieza en una pensión de Once.
Un buchón de la policía me recomendaría a unos pesados que paraban en unos billares de Constitución: tenía que contarles entre cervezas mi curriculum y ganarme su confianza.

El buchón me ponía como condición para un golpe que iban a dar en el microcentro; traía el dato de que un determinado jueves de julio, a las 5.30 de la mañana, un camión blindado se estacionaría frente al edificio de un sindicato.
En la planta baja acababan de instalar un cajero automático para los afiliados, y los tiras transportarían 450 mil pesos en sacas. Nos trajo el plano de las calles y nos mostró cómo era el movimiento.
Ese mismo día se rompería la cinta y se haría la inauguración. Robamos dos autos y los estacionamos cerca: uno enfrente y otro en la esquina.
Revisé la Browning cuando todavía no había amanecido, y me pregunté seriamente si los empleados estarían al tanto.
Me di cuenta, mientras esperaba en ese coche sin calefacción, que esas buenas intenciones solo funcionan en las películas. El mundo real es mucho más cruel.
Ni el Ministerio, ni el coronel ni el buche habían dicho una palabra: aquellos empleados de seguridad iban armados y con chalecos antibalas, pero no tenían la menor idea de que estaban a punto de ser asaltados por cuatro energúmenos y que si no soltaban la guita les llenarían el cuero de buracos.
Son esos momentos escalofriantes de la vida verdadera donde se toman todos los riesgos y se juega con el azar. El camión llegó con tres minutos de retraso.
Abrieron la puerta y bajó primero un custodio de respaldo que se situó en la vereda. A continuación, como lo exige el reglamento, bajaron dos muñecos con las sacas y las escopetas.
Al primero, el energúmeno que se escondía en el vestíbulo del edificio lo sorprendió por atrás y le puso un cañón en la espalda. A los otros dos los encaramos nosotros con pistola y ametralladora.
Fueron ademanes rápidos y a los gritos. Al que me tocaba le pegué tres culatazos inesperados y preventivos que lo dejaron fuera de combate, y le arranqué las sacas.
No quería darle la mínima chance de reacción, ni verme obligado a dispararle. Al otro le fue mejor: soltó las sacas y levantó las manos sin que tuvieran que darle una caricia. No quería más lola. Hay algunos así.
Apunté contra la puerta blindada y disparé. Las balas pegaban, marcaban, rebotaban, aturdían. Esa movida no estaba planificada.
Ya teníamos la plata, y mis compinches apostaban a rajarse sin tener que disparar un tiro, pero a la vez estaban dispuestos a matar al chofer si se le ocurría bajar y hacerse el valiente.
Como yo no quería correr tampoco ese riesgo le vacié el cargador sin tocarle un pelo. Entusiasmado, histérico, el pesado que me seguía disparó una larga ráfaga de ametralladora contra los neumáticos del camión.
«¡Nos vamos, boludos, nos vamos!», gritaba el que había reducido al custodio de respaldo: se lo llevaba de rehén. No asomaba un vecino a esa hora, pero comenzaban a escucharse a lo lejos unas sirenas.
Metimos las sacas en nuestro auto, maniobramos con la sangre alterada y salimos por Carlos Pellegrini hacia Libertador.
Abandonamos el coche en la avenida Montes de Oca y subimos a una Trafic que habíamos levantado en Morón. Los otros soltaron al rehén en una villa del oeste y cambiaron también de carrocería.
Nos reencontramos todos en una parrilla de Isidro Casanova. Nos estaba esperando la policía. Fue un tiroteo breve e intenso. Dos de los nuestros cayeron en seguida.
Escondido detrás de una columna, en medio de la balacera, me disparé un liro superficial en un muslo, arrojé la Browning y me dejé agarrar con vida. Al compañero de la metralleta se le acabaron los proyectiles.
Cuando vio de lejos que yo ya no respondía, también soltó la herramienta y se entregó. A mí me mandaron esposado e incomunicado a un hospital interzonal; a él directamente a la alcaidía.
Nos reunieron, ex profeso, en una celda hasta que nos trasladaran a la UP 63. Nos habían indagado y nos habían bajado la prisión preventiva.
«Quedate tranquilo, Pájaro, en ese rancho tengo muchos amigos», me decía para levantarme la moral. Fue importante que el tipo diera la cara por mí en esa ratonera.
Lo hizo con gusto, mientras saludaba a viejos conocidos y les contaba, con un toque de exageración, cómo habíamos cagado a cohetazos a media policía.
Ese hecho, que había salido en los diarios, y mi reciente herida de bala, eran medallas en el inframundo de los condenados.
Un poronga desconfiado me dijo aquel primer día: «El Pájaro del que me hablaba mi compadre mendocino tenía un águila en el corazón y una espada con calavera».
Tuve que quitarme la camisa para que todos vieran los dos tatuajes. Y después callarle la boca a un interno de una patada en los dientes. Rituales de la bienvenida. El penal era más chico que Olmos pero se le parecía bastante.
Tenía un corredor húmedo y oscuro que conducía al panóptico.
Desde allí los guardiacárceles vigilaban a los presos y alcanzaban a controlar los pasillos que daban a las celdas de los cinco pisos: cuatro por pabellón, capacidad para seis personas en cada una.
En el primer nivel estaban los evangelistas. En el segundo, los narcos. En el tercero y en el cuarto, los muchachos de caño. En el último, los homosexuales activos y pasivos.
No había vidrios ni calefacción, así que se usaban nylon, sábanas y frazadas para tapar los agujeros y frenar el frío de agosto. Tampoco había estufas ni agua caliente. Solo olor a meo y a frituras.
Nos dieron dos camas cuchetas y un par de colchones reventados que eran un verdadero lujo.
Y mientras ranchábamos y hacíamos ejercicio nos fueron contando cómo funcionaba el sector vip, que estaba apartado y cerca de las oficinas del prefecto.
Ese lugar lo regenteaba Nacho Bragoni, que tenía una «habitación» con televisor, computadora, celulares y armas. La cocaína, la marihuana, la pasta base y el rivotril dependían de su buena voluntad.
Había que pagarle. Bragoni atendía teléfonos y pedidos todo el día: gente de otros penales le hacía encargos, y el excomisario conseguía afuera lo que se necesitara.
El prefecto mayor se quedaba con un porcentaje; eran íntimos amigos. Pero en ese negocio los reclusos no mojaban. Para los reclusos, para algunos especialmente seleccionados, había otros kioscos.
En todo aquel tiempo nadie de afuera se había comunicado conmigo. No recibía visitas y no hacía llamadas telefónicas. No se podía pisar ningún palito.
La parte más difícil era, como cuando nadaba horas y horas en el río, controlar las emociones y no perder la fe.
Mantener el orto contra la pared, volverme invisible, no entrar en riñas ni hacer preguntas, y no levantar por nada del mundo la perdiz.
Hacer la plancha entre tiburones. Como no quería despertar la mínima sospecha, rechazaba la posibilidad de leer los libros de la apolillada biblioteca del penal, y pasaba por iletrado.
Cuando se apagaban las luces trataba de pensar en la Historia, y me reconfortaba imaginar que yo era parte de la retirada de los diez mil, aquel ejército perdido de mercenarios griegos que al mando de Jenofonte regresaba a su patria a través de un país peligroso y sangriento.
Tuve la buena estrella de anotarme en el equipo de fútbol del pabellón, y de participar con cierto éxito en el salvaje campeonato que se jugaba martes y jueves en los patios traseros.
Se hacían apuestas, y entonces cobraba relevancia en las ranchadas que un preso supiera mover más o menos bien la bola.
Eso no me impedía tener encontronazos en las duchas, en las celdas, en el gimnasio y en los talleres, porque el encierro, el aburrimiento y la falopa empujaban a los descerebrados a duelos permanentes.
Se peleaba por una almohada, por un paquete de fasos, por una «mujer», por un roce, por una palabra desgraciada. Tampoco me iba mal en el cuerpo a cuerpo, yo tenía adiestramiento de comando militar.
Pero igual tuve que aprender las trampas del combate tumbero, y fabricarme una faca y entrar en el club de los cuchillos largos.
Casi sin darme cuenta, participaba de las internas, tejía alianzas y me metía en refriegas diarias. La única manera de salvar el upite era convertirse en un gladiador.
Y la Unidad Penitenciaria, muros adentro, era un Coliseo romano, donde dábamos espectáculo y estábamos siempre a un paso de la enfermería o de la morgue.
Un suboficial principal, que me había estado observando, me ofreció cigarrillos una tarde y tanteó a ver si yo quería ganarme mil pesos.
No estaba bien confraternizar con cobanis así que me encogí de hombros y lo dejé con la palabra en la boca. Un condenado a perpetua que hacía trabajos en la panadería me confirmó que había «salidas especiales».
Era vox populi que en el sector Talleres de la Unidad funcionaba un desarmadero. Discretamente trabé relación con un evangelista que era mecánico y que tenía contradicciones.
El sistema resultaba simple y eficiente: los directores elegían a presos con huevos y les ofrecían escapadas nocturnas.
Les daban uniformes del servicio penitenciario, una pistola y un celular con el número de un chofer de remise, y las marcas y los modelos cuyas piezas se cotizaban mejor en Warnes y en distintos «talleres» del conurbano.
La mayoría de las veces les proporcionaban también objetivos marcados, para que no perdieran el tiempo. La remisería actuaba en combinación y cobraba una comisión por los traslados.
El ladrón salía, robaba de noche en la calle, avisaba por el celular, metía el auto por atrás, devolvía el uniforme, el arma y el teléfono, y en la madrugada ya estaba durmiendo de nuevo en su celda con diez billetes de cien en los bolsillos.
El hermano del evangelista, que también pernoctaba en el primer nivel, conocía el caso de un vecino de la villa que se había negado a trabajar para el servicio: un preso del tercer nivel lo achuró en las duchas.
Un viejo que laburaba en la cocina me contó que tres reclusos se resistieron o llegaron tarde o fallaron: les violaron a las mujeres y a los hijos, y les quemaron las casillas.
Un travesti dado vuelta me contó que el «marido» de una «amiga» había aprovechado la ocasión para fugarse: sacaron a dos sicarios de mi pabellón y les entregaron armas de fuego.
Los sicarios boletearon al padre y amenazaron, delante de varios parientes, con volver cada noche a ejecutar uno por uno a todos los miembros de la familia si el fugado no se entregaba. El fugado se entregó.
Le hicieron el submarino y le gatillaron varias veces el arma vacía en las oficinas del subdirector mientras lo interrogaban, y luego en las celdas lo rodearon cuatro presos y lo boxearon, y con una varilla finita comenzaron a castigarle los testículos y a gritarle «denunciero y ortiba».
Lo terminó acuchillando, dos semanas después, su propia «mujer»: el travesti decía que su «compañera» lo amaba pero que no le podía perdonar el abandono y que además el jefe de turno le habían advertido que si no daba una «prueba de confianza» lo iban a castrar. Mi perfil no encajaba.
No tenía familia que pudiera servir de garantía y era nuevito. ¿Por qué entonces ese suboficial principal me había hecho una oferta? Comencé a pensar que tenían sospechas y me habían puesto bajo vigilancia.
Imaginé que a lo mejor Bragoni y el prefecto mayor recelaban de mi expediente, y que tal vez habían llamado a algún amigo de la policía sanjuanina.
Si seguían interesados no tardarían en descubrir que el verdadero Pájaro había volado, y que yo era un impostor. Pero después me calmaba: tenían demasiados presos de qué ocuparse y estaban llenos de negocios y actividades.
«No soy importante —me decía—. Si lo fuera estaría muerto». La paranoia, sin embargo, aumentó. Ya casi no podía dormir una hora seguida, y lo hacía siempre aferrado a la faca.
Soñaba que Cálgaris me había olvidado y que había un malentendido. Y que me quedaba para siempre en esas mazmorras inmundas. Finalmente un día decidí hacer una llamada desde un teléfono público.
Marqué un número seguro y dejé un mensaje en la contestadora: «Ya estoy listo». Tres días más tarde, un sargento me empujó contra un gigante. En la cárcel no se puede pedir disculpas.
Le pegué al gigante una trompada que hubiera derribado a un burro. Pero no tuvo mucho efecto: nos trenzamos a las piñas, en una pelea para el campeonato mundial de los semipesados.
Como nos separaron a tiempo, el gigante me gritó que yo era un cagón y un puto, y que los soldados prepararan las facas porque esto se arreglaba bajando a cancha. Le seguí la corriente.
Varias veces había hecho esgrima criolla con otros reclusos, pero siempre por calores de momento, que terminaban a lo sumo con tajos o heridas superficiales. Un duelo con la bestia negra era harina de otro costal.
La gente del servicio no se metió, y a medida que avanzaban las horas para el choque me iba convenciendo de que en todo esto no podía haber casualidad. Llegamos al encuentro con aliados, que iban de padrinos y nada más.
Peleamos con facas largas, y con el brazo izquierdo envuelto en frazada. Alguien lo filmó con un celular. Al ver luego los movimientos me pareció que eran más gritos y fintas, que pelea concreta.
El gigante era mejor con los puños. Lo saqué de la cancha punzándole una pierna, muy cerca de la femoral. Fue esa noche de sábado que me llevaron al casino de oficiales.
Y cuando vi cómo Bragoni y sus socios festejaban con putas y champán el cumpleaños del prefecto mayor. Bragoni se me acercó con el habano entre los dientes y me miró desde sus ranuras negras.
«Pájaro que comió voló», dijo de manera enigmática. El subdirector me convidó unas líneas de cocaína que había en un platito. En la cárcel tampoco se puede rechazar un manjar.
Nunca me hizo bien la merca, y siempre me mantuve lejos. Pero esa noche no la rechacé. Me palmearon la espalda, me dieron un vaso y me avisaron que iban a confinarme una semana en un calabozo de castigo, pero que luego tenían grandes planes para mí.
Bragoni negaba con la cabeza, como si no estuviera de acuerdo, y seguía acariciando a una tetona vulgar que sin embargo me calentaba la sangre.
Estuve una semana sin luz en un sucucho de dos por dos, y al regresar al tercer nivel, mientras comía con alegría un guiso repugnante, un tapado me dio sin avisar un puntazo en la barriga.
Usó una púa pequeña y yo, aún debilitado por la reclusión, tuve un último reflejo: le metí un codo en la cara mientras el preso me pinchaba el brazo
En el dolor y la sorpresa, no alcancé más que a darme vuelta: la púa me entró rápido en los riñones y en la nalga. Caí en un charco y escuché puteadas y forcejeos, y me desmayé.
Después supe que trataron de remendarme en la enfermería, pero que el prefecto mayor resolvió trasladarme a un hospital público.
Alguien del Ministerio del Interior intervino de inmediato y ordenó una internación de urgencia en el Churruca
Estuve en terapia intensiva ciento veinte horas y luego en una nube de anestesias, sueros y curaciones, orinando sangre y trabando bilis, hasta que una noche desperté de un sueño y vi que Cálgaris dormía en una silla junto a mi cama. Les juro que se me caían las lágrimas. Pero fui incapaz de despertarlo y mostrarme como un maricón.
Cuando finalmente abrió un ojo, yo ya estaba recompuesto. «La concha de su honrosa madre, coronel», le dije. Cálgaris se rio: «Hijo de remil putas, ¿no te vas a morir nunca?».
Declaré como testigo protegido y señalé a los internos que habían salido a robar: se podía hacer un buen trato con ellos. También di los nombres y apellidos del evangelista y de su hermano, del viejo de la cocina y del travestí.
Se les podía rebajar la pena y mejorar los legajos a cambio de cooperación, toda la cúpula de la UP 63 fue relevada y procesada, y al cabo de un año el penal se cerró.
La mayoría de su población fue distribuida, pero Bragoni se defendió con astucia y a la hora de la verdad nadie pudo presentar pruebas en su contra.
Salió en libertad sin un rasguño y hasta donde yo sé nunca más lo registró el radar

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