martes, 28 de febrero de 2017

PABLO NERUDA... DE LAS CASA Y LA CEBOLLA



Oda A La Cebolla

Cebolla,
luminosa redoma,
pétalo a pétalo
se formó tu hermosura,
escamas de cristal te acrecentaron
y en el secreto de la tierra oscura
se redondeó tu vientre de rocío.
Bajo la tierra
fue el milagro
y cuando apareció
tu torpe tallo verde,y nacieron
tus hojas como espadas en el huerto,
la tierra acumuló su poderío
mostrando tu desnuda transparencia,
y como en Afrodita el mar remoto
duplicó la magnolia
levantando sus senos,
la tierra
así te hizo,
cebolla,
clara como un planeta,
y destinada
a relucir,
constelación constante,
redonda rosa de agua,
sobre
la mesa
de las pobres gentes.
Generosa
deshaces
tu globo de frescura
en la consumación
ferviente de la olla,
y el jirón de cristal
al calor encendido del aceite
se transforma en rizada pluma de oro.
También recordaré cómo fecunda
tu influencia el amor de la ensalada,
y parece que el cielo contribuye
dándole fina forma de granizo
a celebrar tu claridad picada
sobre los hemisferios del tomate.
Pero al alcance
de las manos del pueblo,
regada con aceite,
espolvoreada
con un poco de sal,
matas el hambre
del jornalero en el duro camino.
Estrella de los pobres,
hada madrina
envuelta
en delicado
papel, sales del suelo,
eterna, intacta, pura
como semilla de astro,
y al cortarte
el cuchillo en la cocina
sube la única lágrima
sin pena.
Nos hiciste llorar sin afligirnos.
Yo cuanto existe celebré, cebolla,
pero para mí eres
más hermosa que un ave
de plumas cegadoras,
eres para mis ojos
globo celeste, copa de platino,
baile inmóvil
de anémona nevada
y vive la fragancia de la tierra
en tu naturaleza cristalina.


"Confieso que he vivido." Pablo Neruda escribió muchísimas frases inmortales. Pero quizá la que quedó eternizada para la remera es "confieso que he vivido". Una fórmula que a lo largo de los años fue reelaborada en clave irónica como "confieso que he bebido" o "confieso que he comido". Y no está mal: un paseo por las tres residencias chilenas del poeta, escritor y político muestran su obsesión por la abundante comida y la buena bebida. Aunque Neruda tuvo una existencia que podría definirse como voluminosa en cada aspecto en la que discurrió, resulta conmovedora la dimensión artística que les dedicaba a las reuniones sociales y al hecho del encuentro con amigos. Este rasgo de sensibilidad social del premio Nobel empieza a revelarse apenas uno pisa su casa de Valparaíso, La Sebastiana.

 Esa residencia es hoy un museo administrado por la Fundación Pablo Neruda, al igual que La Chascona, en Santiago, y su casa en Isla Negra, quizá la más bella y conocida por las leyendas que la enmarcan. La Sebastiana, ubicada en la escarpada y mágica geografía de Valparaíso, fue el encargo que Neruda les había hecho en 1959 a sus amigas Sara Vial y Marie Martner: "Siento cansancio de Santiago. Quiero hallar en Valparaíso una casita para vivir y escribir tranquilo". En tres años, el poeta terminó de levantar y decorar la propiedad (que compró a medias con Martner y su marido, Francisco Velasco) y la bautizó con ese nombre en honor a su primer dueño, Sebastián Collado. El 18 de septiembre de 1961 abre sus puertas, como no podía ser de otra manera, con una fiesta memorable. En la recorrida por La Sebastiana, que tiene una concepción arquitectónica vertical para disfrutar la vista del Pacífico, empieza a descubrirse a un Neruda preocupado por un aspecto poético distinto: el de recibir amigos, hacerlos vivir una experiencia y de paso comer y beber mucho.


En esta época de alta velocidad en las relaciones sociales, practicidad en la comunicación y diversión sobreactuada, el espacio creado por el poeta resulta sobrecogedor. Las tres casas de Neruda siempre fueron museos habitados por un cariñoso coleccionista de curiosidades: mascarones de proa de madera, mesas, tiovivos, mapas antiguos, sillas, insectos, posavasos, copas de cristal, platos decorados, caracoles, zapatos, pipas, cuadros, esculturas... Atmósferas tan ricas y repletas que concentran la vida entera, incluso más que el papel y la célebre tinta verde con la que Neruda bocetaba sus escritos. Un pequeño bar de estilo inglés y el comedor con vista al mar; el hogar circular y el caballo de madera... Es fácil imaginarse noches de banquetes, risas y spleen en La Sebastiana. Don Pablo era un fanático del océano, pero odiaba navegar. Decía que era un marinero de tierra y esa definición se ajustó bastante a su existencia. Disfrutaba de la poderosa luz del sol luchando por no desaparecer, resistiendo, ofreciendo las últimas inflamaciones antes de extinguirse en los atardeceres sobre ese enorme océano. Cada elemento en sus tres casas fue colocado de una manera disruptiva y caprichosa: un baño diminuto al lado del bar con puerta transparente, por ejemplo, o el salero y el pimentero con las leyendas "morfina" y "marihuana". Cultivó, como muchos de sus amigos, el valor que poseen las vivencias irrepetibles y que no pueden pagarse con dinero. "No tenía una concepción burguesa de la decoración y de la arquitectura", me sopla alguien al oído. Y creo que ahí está la clave, mientras observo en La Chascona un sillón ubicado justo debajo del marco de ingreso a uno de los ambientes (¿qué propósito tendría?).

 En Isla Negra, Neruda crea una sucesión de espacios sin sentido práctico (o burgués) y de una belleza conmovedora: "La casa fue creciendo, como la gente, como los árboles...". Ese hogar es un compendio visual de su imaginario. Allí enfermó. Allí descansan sus restos junto a los Matilde Urrutia, su gran amor. Y allí puede hallarse el magma de la poesía que aún no llegó a transformarse en simples palabras.
F. V. 

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