jueves, 23 de febrero de 2017

HISTORIAS DE NUESTRA PATRIA


El carnaval, por Juan Bautista Alberdi (Figarillo)

 Gacetín semanal de música, de poesía, de literatura, de costumbres, Nº 15, Buenos Aires, 24 de febrero de 1838, págs. 3 y 4.
Gracias a Dios, que nos vienen tres días de desahogo, de regocijo, de alegría. ¡Trabas odiosas, respetos incómodos, miramientos afectados que pesáis todo el año sobre nuestras suaves almas, desde mañana quedáis a nuestros pies, hasta el martes fatal que no debiera de amanecer jamás! Desde mañana, gracias a la civilización del siglo 19, tenemos derecho a enviar pipas de agua, limpia o sucia, sobre el frac más pintado, para chasquear a todo el mundo; y al necio que por ello se incomodare, encerrarle, silbarle, pegarle de vejigazos por inconsiderado e intolerante. Podemos estrellar un huevo, relleno de lo que nos dé la gana, sobre la frente más dorada, sobre las niñas de los más bellos ojos, sobre la nieve del más casto seno. ¡Bien hayan las tradiciones de nuestros liberales abuelos! Ojalá sean inmortales como tantos otros legados que nos quedan, y pensamos mantener aun por largos años! No sé cómo hay gentes que se opongan a unas costumbres tan inocentes y tan suaves. Bien que hay gentes para todo. Quieren las máscaras y las costumbres especiosas de los italianos, y eso es lo que no han de ver en nuestro país. ¿Cómo no han de gustar de las máscaras donde todo es disfraz y solapa? No señor: el carnaval debe jugarse a cara descubierta: andemos claros; nada de confusión, ni de barullo; al blanco como blanco, al negro como negro: ¿en qué país estamos?
Bastaba que fuese una costumbre antiquísima del país para respetarla! Bastaba que nos la hubiesen dejado los que nos han dado la vida, para conservarla. Hasta poco agradecido es, no hay duda, el perseguir el carnaval. Yo quisiera que me dijeran esos murmurones, ¿qué es mejor? ¿Que le peguen a Ud. (con perdón del lector) piojos, petardos, escarlatina, balazos, julepes, azotes o que le peguen huevazos? ¿Que le echen a uno una lavativa, una píldora, una contribución, una obrita, una criatura en la puerta, un pasquín, o que le echen un cántaro de agua fresca? Y por una casual coincidencia, por esta vez el carnaval debe añadir al interés del placer, un interés de utilidad, un interés higiénico: se sabe que el pueblo está propenso a la irritación gástrica; y que el baño es un gran medio preventivo: con que así, por vía de salubridad pública, es de esperar de los buenos padres de familia, que pondrán toda el agua posible a disposición de sus criados, de sus hijos, y hasta de sus hijas, solteras y casadas, como quiera que anduvieren respecto de la luna, es decir, del humor.
No sé tampoco por dónde quiera sacarse el juego de carnaval contrario a la moral y al buen tono. No sé cómo puede perderse en tres días una moral, que cuenta doce meses, menos los dichos tres días. Ni que fuera de cristal la moral para romperse de un huevazo. ¿Qué se pierde en que las chicas tengan tres días de confianza con los mozos, después que todo el año se están mirando sin tocarse como si fueran alfeñiques? Al buen tono, comprendo menos todavía, como pueda ser contrario; cuando vemos tantísima gente de tono entregarse abiertamente al juego. No se vieran las azoteas de la ciudad coronadas de lindas muchachas armadas de paragua y jarro, si el juego se reputase inculto. No chispearan las piedras de las calles, si no corrieran por ellas tantísimos caballos elegantes, es decir, tantísimos jóvenes elegantes, dejando la metonimia a un lado. ¿Se tomarían la licencia los venteros de huevos de olor, de ofrecer cantando su género en frases consonantadas de lindos y honestos equívocos, si no se tomasen estas cosas como chuscadas espirituales, mucho más ahora que está prohibido el decir obscenidades en las calles?
Ningún obstáculo encuentro para no librarse con franqueza al juego de carnaval. Por mi parte, no puedo menos que aconsejar a las personas racionales y de buen gusto, que corran, salten, griten, mojen, silben, chillen, cencerreen a su gusto a todo el mundo, ya que por fortuna lo permite la opinión y las costumbres que son las leyes de las leyes. Recomiendo el cencerro y la silva, especialmente para con aquellos, sobre todo, que se muestran más austeros, por necios y tontos. ¿Quién les manda dejar su casa en un día en que todo el mundo está obligado a mojar a todo el mundo desde la suya? Recomiendo el agua pura con preferencia a la perfumada; el uso de la jeringa con preferencia al jarro: la jeringa tiene la doble ventaja del alcance, y de la aptitud graciosa que su manejo exige de la dama que la dispara. Recomiendo en fin, en nombre de nuestros venerables predecesores, la fiel observancia de todo cuanto se ha hecho desde los más apartados años. Es preciso conservarlo todo como un precioso legado de la cultura de los que no han de volver a nacer. Si se pierden estas costumbres, adiosito, ya no hay de dónde sacar otras.
Figarillo

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