jueves, 26 de enero de 2017

¿TE ACORDÁS, HERMANO?



Todas las noches, apenas habíamos concluido la tarea, subíamos la pendiente ligera de la avenida Corrientes desde el Bajo. Caminábamos sin premura, en el placer anticipado que nos proporcionaba saber que pronto estaríamos en su departamento, envueltos en la espesa nube de humo de los Parisienne y marcando con los pies el ritmo de un tema de Thelonious Monk o John Coltrane. En ese breve monoambiente vivía un compañero de trabajo al que no he visto en los últimos veinte años, quizá más, y cuya discoteca de jazz fue una parte esencial de mi educación musical. Era un muy buen oyente de jazz, pero también un gran audiófilo, de modo que el espacio estaba abigarrado de amplificadores, bandejas giradiscos, grabadores a cinta y doble caseteras que formaban pequeñas torres de equipos de audio que iban alternándose en el tiempo, porque cada tanto la noche se estrellaba con los brillos de un modelo distinto que nos deslumbraba con sus detalles estéticos, pero sobre todo con su nueva y sorprendente sonoridad. La presencia de varios amplificadores nos permitía entregarnos a una curiosa competencia, que consistía en descubrir los pequeños matices que ofrecía cada versión de una misma interpretación. De pronto sonaban la voz de Billie Holiday en Strange Fruit oalgún tema de Stan Getz con el trío de Oscar Peterson, pero lo que se escuchaba (o pretendíamos escuchar) no era siempre exactamente lo mismo: en algún caso, se destacaba el brillo de una voz; en otro, la espesura de los bajos y en el siguiente, la pastosidad de un saxo o el brillo fulgurante de una trompeta. Creo recordar que un poderoso Macintosh era nuestro preferido.


De cuando en cuando mi amigo extraía una cinta, la colocaba en el grabador y me hacía escuchar Las hojas muertas, el clásico de Joseph Kosma con letra de Jacques Prévert. Pero no era apenas una versión, sino alguna de las más de cuarenta que había coleccionado en el transcurso del tiempo.
Cierta noche, creo que hacia 1984, escuchamos por primera vez un disco compacto. Estábamos al tanto de las discusiones afiebradas que la aparición de esa última maravilla había suscitado entre los audiófilos del extranjero y, como corresponde, creíamos que ningún sistema de reproducción podría jamás alcanzar la fidelidad de los viejos y queridos discos long play. Tiempo después me invitaron a una reunión donde iba a exhibirse en laser disc, un formato digital de vida efímera, Alrededor de medianoche, la película con la que Bertrand Tavernier le rindió homenaje a Bud Powell y Lester Young. Sentí que nunca Dexter Gordon ni Herbie Hancock, dos de los protagonistas, habían sonado así, hasta que en un momento escuché el ruido de la lluvia golpeando en el pavimento de las calles de Nueva York. Cuando terminó la proyección se produjo una discusión sobre la fidelidad del sonido.

 Sólo atiné a dar muy brevemente mi opinión:
-Nunca llueve así -dije. La realidad era distinta de lo que había escuchado.
En ese tiempo compré el viejo Marantz con el que aún hoy, treinta años después, escucho música. Pero en aquel santuario para amantes del audio disfruté de algunas verdaderas joyas : Macintosh, Luxman, Sansui, Nakamichi, NAD.
No me contentaba con escuchar jazz. Leía lo que tenía al alcance de la mano. Uno de mis libros preferidos era esa suerte de biblia del género que es Jazz, de Joachim-Ernst Berendt. 

El otro volumen que consultaba a menudo llevaba la firma de Nat Hentoff, uno de los críticos norteamericanos en aquel tiempo más prestigiosos junto con Leonard Feather. Hentoff murió hace unos días, a los 91 años, y la noticia me llevó a la época en que pasaba horas escuchando a Ella Fitzgerald o Chet Baker en el noble Marantz y leyendo sus precisos y muy amenos retratos de los viejos héroes del jazz. Sin saber una gota de música, Hentoff logró comprender la esencia del género y entablar relaciones muy estrechas y provechosas con los grandes artistas de los años dorados. Su conocimiento y sensibilidad quedaron reflejados en sus trabajos periodísticos (Downbeat, The Village Voice) y en formidables liner notes publicadas en las contratapas de una gran cantidad de discos.

La justicia poética existe. Las notas necrológicas que lo despidieron celebraron su aporte a la crítica de jazz e incluyeron un detalle conmovedor: el viejo Nat murió en paz en su hogar atiborrado de papeles y discos, rodeado por sus seres queridos y escuchando la voz de quien lo había acompañado, como a tantos de nosotros, toda una vida: la voz doliente e imperecedera de Billie Holiday.

V. H. G. 

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