sábado, 21 de enero de 2017

HISTORIA DE VIDA...


Desenvuelta y sabia, como la describiría más tarde Horacio Sanguinetti, Corina Corchon entró en el aula y recitó, antes que ninguna otra cosa, unos apasionados versos en latín, escandidos, deliciosamente cantados. Esos versos sellaron mi decisión. Seguiría la carrera de Filosofía y Letras. Un par de estrofas en la voz de esta profesora genial alteraron mi brújula para siempre.


Al griego clásico lo amé desde el primer día, pero fue sólo gracias a la enorme Delia Deli que me atreví a soñar con una especialización en Lenguas Clásicas y, por las mías, traduje el Edipo Rey. Delia se enteró de mi experimento y, en el examen final, dejó de lado el cuestionario estándar y me pidió que le tradujera una escena, la que más me había gustado. Fue su forma de premiar mi secreto esfuerzo por releer a Sófocles.
Beatriz Lavandera, sin embargo, volvió a cambiar el rumbo de mi formación. Tan temida como Corina -acaso por su severidad con los negligentes- e igual de apasionada, nos mostró la vasta profundidad del verbo. Fascinado, abandoné todo lo demás y me enfrasqué en la especialización en Lingüística, que Beatriz acababa de crear.



En la lista de asignaturas había una materia rara, diferente: Lógica. La dictaba Carlos Alchourrón y se iba a convertir en una de las experiencias más reveladoras de mi carrera, una que me depararía una aventura del pensamiento, un instante de agonía, un salvavidas inesperado y otra lección de vida.
Después de un año de clases magistrales, llegó el examen final. Había llegado también la democracia y por primera vez en muchos años volvían a oírse discursos políticos. Noté entonces algo extraño. Esos discursos, sin importar el color, estaban plagados de falacias lógicas.



Me llamó la atención y me puse a analizar las conversaciones cotidianas. También ahí la falacia era ley. Empecé a registrar todo con el mismo grabador que usaba para los reportajes. Al parecer, el discurso político no era sino el reflejo de la comunicación humana. Entonces se me ocurrió una idea fatal. Para el trabajo final formulé un sistema basado no ya en leyes lógicas, sino en falacias. Exclusivamente falacias. Puse el bello y admirado edificio de la Lógica patas arriba. Detestaba hacerlo, porque había encontrado en esa asignatura una arquitectura hermosa e irreprochable. Pero mis grabaciones ponían en evidencia que el discurso humano no era lógico. En el planteo subyacía un error garrafal. Sólo que no lo advertí a tiempo.
Llegué con mi farragoso trabajo al examen y me senté ante uno de los profesores auxiliares, cuya expresión fue mutando poco a poco mientras exponía mis argumentos. Pasó de la perplejidad a la irritación, por momentos supuso que estaba tomándole el pelo, y, cuando concluí, me dijo, sin más, devolviéndome la carpeta:



-Absurdo. No podés venir con esto a un examen final. Estás aplazado.

Lo miré y le respondí:
-Acabás de probar mi punto. Decís que no puedo presentarme con esto, y, como verás, sí, puedo.
Afortunadamente, Alchourrón había prestado atención a mis argumentos, mientras tomaba otro examen, y cuando estaba por irme, derrotado, se acercó a nuestra mesa.
-Un momento. A ver, ¿cómo es eso? -me exigió. Volví a exponer mis ideas. Se sentó sobre la mesa, entusiasmado. Luego me preguntó: -¿Y todo eso lo tiene grabado?



-Sí, profesor -le contesté, y saqué media docena de casetes. Alchourrón encontró la idea seductora, aunque, paradójicamente, algo falaz, y en un breve pero inolvidable debate, me demostró que la función de nuestro lenguaje no es ser lógico. Si lo fuera, no sería humano.


Me mandó a casa con la nota más alta, tal vez porque valoró la investigación, y, como todo gran maestro, me dejó una lección de vida. No alcanzaba con haber tenido una idea original. También era menester defenderla hasta el final, pero, sobre todo, no dejarse encandilar por ella.

A. T.

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