domingo, 25 de diciembre de 2016

SANTO SEPULCRO DE JERUSALEM


Hace un tiempo y con motivo de la Navidad, tuve la oportunidad de tener   sensaciones y experienciasúnicas al caminar por las calles de Jerusalén y entrar al santo sepulcro.
Un hecho y un momento único en mis años y años de viajes por el mundo. A lo largo de los días que pasé en Tierra Santa me llené de cuentos, historias, creencias y folclore.


Todo esto lo viví junto con David, una especie de guía, protector y hábil gestor que contaba con una amplísima capacidad para tener una anécdota o dato fáctico sobre todos y cada uno de los lugares que visité, que no fueron pocos, y tener una enorme red de contactos. Sí, pocas veces he visto a alguien con una agenda tan vasta. Ya fuese en hebreo, árabe, inglés o español, el hombre se movía como pez en el agua, al punto de ser siempre recibidos con las puertas y los brazos abiertos.
Este fue un recorrido en el cual di prácticamente una vuelta completa al país, manejando y parando en aquellos lugares que nos llamaban la atención.
Logicamente, el ombligo o centro neurálgico de este viaje era la Ciudad Santa.
Así, dejamos la ciudad histórica de Masada, pasamos Beerseba y el desierto del Neguev y arribamos a nuestro destino después de casi 180 kilometros de paisajes, buena música y charla.
Es aquí, en Jerusalén y en el Santo Sepulcro donde se desarrolla la siguiente historia.
Sabemos que el Santo Sepulcro es cuidado por la iglesia católica, la iglesia armenia y la iglesia greco-ortodoxa mayoritariamente. Cada una tiene sus áreas de influencia dentro de este sacro lugar y guardan celosamente sus ritos y costumbres. En el siglo XIX se ratificó lo que se denominó status quo, que definió las obligaciones y responsabilidades de cada una de las comunidades cristianas dentro de la Iglesia del Santo Sepulcro y fijó límites y áreas comunes.
Mientras charlábamos de todo esto, casi en la entrada de la iglesia podía ver a un hombre sentado en un banco exactamente emplazado en el ingreso, quien, muy tranquilamente, observaba el ingreso y egreso de los peregrinos, turistas y curiosos que se acercaban al lugar.


Mi curiosidad era aparente, ya que David esbozó una sonrisa, se dirigió a este hombre y lo saludó en árabe, obteniendo a cambio un gran apretón de manos y una fuerte palmada en la espalda. Educadamente me lo presentó, y así conocí a uno de los miembros de las dos familias musulmanas encargadas de guardar las llaves de este sacrosanto lugar por los últimos ocho siglos. Estoy hablando de las familias Joudeh y Nuseibeh, que se han pasado de generación en generación esta importante tarea, ya que son ellos quienes abren, cierran y custodian las puertas de entrada.


Así es como ha sido por cientos de años: un Joudeh todas las mañanas lleva la llave, que es entregada en la puerta a un Nuseibeh, que se encarga de la apertura. Luego la llave es devuelta a la familia Joudeh. Por la tarde, los Nuseibeh se acercan a la puerta para que les sea entregada la llave para cerrar el recinto; una vez hecho vuelve a la familia Joudeh. Todo esto lo escuchaba de la boca de uno de sus protagonistas, lo cual resultaba maravilloso, por lo que pregunté: ¿y la llave?
Mi interlocutor se abrió el liviano saco que portaba. Colgada de su cinturón se encontraba la famosa llave de hierro. Con un noble gesto la tomó y me la ofreció. Tenía en mis manos la llave terrenal del reino de los cielos. Y así, un judio, un cristiano y un musulmán, de una simple manera, establecieron un vínculo pequeño y grande al mismo tiempo.

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