jueves, 29 de diciembre de 2016

MI 1º VEZ COMO LECTOR


Era hora de dejar las historietas y empezar a leer libros. Así que, en el verano de 1968, depositaron en mis manos Tarzán de los monos. Juro que lo intenté. Pero, ¿qué podía tener de interesante, para un chico de 7 años de la ciudad de Buenos Aires, la historia del hijo de dos aristócratas británicos criado por una tribu de primates en el África? Nada. Peor aún, el volumen era grueso y pesado, y estaba impreso con tipografía diminuta. Seis meses después, volvieron a la carga, esta vez con Veinte mil leguas de viaje submarino. El argumento prometía, pero el francés, ¡ay!, no es fácil de traducir, y aquella versión era tan suave como un piedrazo. Tampoco pude con él.
Empezaba a asustarme. En casa los libros eran venerados, veía a mis padres leer durante horas e incluso teníamos un cuarto repleto de volúmenes al que llamábamos La Biblioteca. Era evidente, sin embargo, que yo no había nacido para las letras.
Mi curiosidad siempre fue un incordio. Mi etapa de los por qué había causado varias crisis familiares, lo mismo que mis insolentes averiguaciones sobre casi todo, desde la creación del mundo hasta la rara costumbre que tenían las mujeres de engordar justo antes de que llegaran las cigüeñas (cuya misión, claro, me inspiraba numerosas dudas).
Esa curiosidad me llevaba con frecuencia al desván, en el rellano de la escalera que iba a la terraza. Había allí tal variedad de objetos que, confiaba, nunca terminaría de explorarlo. Una tarde apareció, soterrada bajo cajas de azulejos franceses, utensilios en desuso y herramientas de jardín, una gran lata de como metro y medio de alto. Me costó abrirla, pero, cuando lo logré, el hallazgo fue decepcionante.

 Paquetes de cartas y de fotos, imprecisos compendios de billetes antiguos, de postales y de caracolas marinas, manuales insondables, una máquina para encorchar botellas, sombreros agobiados y almanaques vencidos. Estuve a punto de cerrarla y declararla territorio conquistado, pero, a último momento, vi algo en el fondo que llamó mi atención. Cavé y escarbé, como un arqueólogo de lo baladí, hasta que logré exhumar una colección de libritos pulp, ediciones bien rústicas de no más de 120 páginas, tipografía grande y tapas con naves espaciales, guerreros galácticos, pistolas de rayos, ondulantes princesas marcianas y monstruos extraterrestres. ¡Al fin! ¡Esos eran libros!
Con la convicción de que esa colección no había sido exiliada por error, tentado de husmear una obra que presumía prohibida, la dejé donde estaba e instalé mi espacio de lectura en la terraza. La táctica me permitía acceder a los libritos y leerlos sin que nadie se enterara.
Pura aventura y con una prosa despojada, tenían el formato perfecto para entrenar el cerebro infantil en esa endemoniada tarea de convertir hileras de dibujitos en imágenes, en escenas, en historias. Recuerdo como si fuera hoy cuando traspuse la página 100. Y cuando terminé mi primer libro. Estaba orgulloso y feliz. Pero, luego de muchos meses, ocurrió lo inevitable. La colección se terminó. Me sentía desolado, y esa desolación era lo mejor que podía estar pasándome. Ahora no estaba obligado a leer. Necesitaba leer.


Con alguna aprensión volví a La Biblioteca, pero esta vez busqué los lomos más coloridos. Allí habitaban Bradbury, Clarke, Asimov, Sturgeon, Van Vogt, Heinlein, Lem. Serían ellos los que, años más tarde, me conducirían a Cervantes, Flaubert, Cortázar, Dostoievski, Kafka. En ese momento, mientras acariciaba mi nuevo tesoro, se me ocurrió una idea. Fui hasta mi madre y le pregunté:
-Mamá, ¿cómo se escribe un libro? -Tras recuperarse de la conmoción, me explicó que simplemente te sentabas y lo escribías.
-Y ponen tu nombre en la tapa -razoné. Mi madre asintió, preocupada. Me quedé pensando un par de días y luego fui al bazar de mi abuelo y le pedí un cuaderno de 100 hojas con tapa dura y una birome azul de trazo grueso. Profético, don Manuel me dijo:
-Venga, llévate varias.

A. T. 

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