sábado, 31 de diciembre de 2016

LOLA MORA



“Supimos de sus primeros pasos en la pintura de la mano del maestro Santiago Falcucci. Algunos años después, Lola supo con certeza que si quería tener una carrera en el arte debía estudiar en Italia. Y la meca era el taller de Paolo Michetti”





“Contábamos  que Lola Mora era hija de Regina Vega, quien además de los cinco hijos que tuvo con Romualdo Mora, padre de Lola, tenía un hijo natural con otro hombre. La condena social fue implacable. Pero eso no desanimó a la gran artista, sino que forjó su carácter y la preparó para pelear su lugar en un mundo de hombres, donde no había mujeres que, cincel en mano, esculpieran esculturas de la monumentalidad y excelencia de la obra de Lola Mora.
Supimos de sus primeros pasos en la pintura de la mano del maestro Santiago Falcucci. Algunos años después, Lola supo con certeza que si quería tener una carrera en el arte debía estudiar en Italia. Y la meca era el taller de Paolo Michetti.
Claro que no era una tarea sencilla: no existía artista que no quisiera ser discípulo del gran Michetti. Pero Dolores Mora de la Vega, tal el nombre completo de lola Mora, no iba a resignarse sin intentarlo.
El protocolo y el sentido común indicaban que lo primero que debía hacer era obtener una carta de recomendación de algún colega o una nota del embajador argentino, con quien Lola tenía buenas relaciones.
Sin embargo, la joven y resuelta tucumana, fiel a su intuición decidió llegar al taller de Paolo Michetti como lo que era: una mujer sencilla llegada de los confines del mundo sin otros títulos que su pasión y su talento.
Cuando estuvieron frente a frente, Lola inició un largo monólogo que fue interrumpido por un lacónico «no» del maestro. En pocas palabras le dijo que no tomaba nuevos discípulos. En el momento en que el pintor se daba media vuelta, pudo escuchar la insolente respuesta de la argentina quien, llena de indignación le dijo:
“Voy a estudiar con usted. Si usted no me aceptara el mundo se perdería una gran artista. Volveré mañana con la ropa adecuada para que vea cómo pinto.”
Y así fue. Michetti quedó fascinado. En pocos meses se convirtió en la discípula preferida del maestro.
Lola Mora vivió intensamente la bohemia romana: conversaba durante horas con el genial inventor Giuseppe Marconi, era amiga de la famosa actriz Eleonora Duse. Y sería durante esta época de formación artística cuando Lola Mora viviría uno de sus romances más atormentados.
En el taller de su maestro conoció a Gabrielle D’Annunzio, el mayor poeta italiano de la época, un verdadero mito viviente.
Muchos han puesto en duda la veracidad de esta relación; sin embargo, en el diario La tribuna apareció una caricatura de ambos fundiéndose en un abrazo apasionado.
Este romance debió ser tan breve como sufriente, ya que por entonces el poeta repartía su existencia con otras cuatro mujeres: la bailarina rusa Ida Rubinstein, Luisa Beccara, Gisella Zucconi y la propia Eleonora Duse.
Sin embargo, otro hombre habría de resultar decisivo en la vida de Lola: no solamente la haría olvidar a D’Annunzio, sino que abriría las puertas de su verdadera pasión.
En 1897 la artista tucumana conoció al escultor cubano Juan Cepeda quien también estaba viviendo en Roma. Tuvieron un romance apasionado; los furtivos encuentros en el atelier repleto de cuerpos marmóreos desnudos le hicieron comprender la sensual belleza de la escultura.
No nos consta que Lola Mora se hubiera enamorado de Juan Cepeda; sabemos, en cambio, que se enamoró perdidamente de la escultura y que jamás, a partir de entonces, habría de abandonarla.
Si los amores de Lola eran pasajeros, a veces por voluntad propia, otras a su pesar, su pasión por el arte, en cambio, era de una entrega incondicional y de un amor sin límites.
El día que supo que su destino era la escultura decidió tomar clases con los máximos maestros; con Constantino Barbella aprendió las sutilísimas técnicas de la miniatura, pero también la dura faena del volcado del bronce fundido, tarea que muchos hombres imaginaban imposibles para una mujer.
Con Giulio Monteverde, el mejor escultor de su época, aprendió a cincelar el mármol y a trabajar en escalas monumentales.
Lola tenía dos grandes virtudes: al talento natural para la plástica se sumaba la inteligencia para abrirse camino, generando situaciones que trascendían al hecho artístico.
El maestro Monteverde no sólo le enseñaba a cincelar la roca, sino también a esculpir su propia imagen pública.
A su taller había llegado una sencilla muchacha de pueblo y ahora todos veían salir a una mujer exótica, audaz y de una elegante extravagancia.
Lola Mora sabía mezclar con delicado equilibrio los dictados de la moda europea con pinceladas de la vestimenta criolla: bombachas gauchas combinadas con toreras españolas muy ceñidas a la cintura y una boina de campo a guisa de gorro de pintor.


Si bien Lola ganaba notoriedad en el ambiente del arte, el dinero que obtenía vendiendo algunas de sus obras no le alcanzaba para cubrir los enormes gastos de la gran vida romana que se daba.
Así, viendo que su viaje de iniciación y aprendizaje estaba llegando a su fin, la escultora decidió recurrir al auxilio del embajador argentino, Enrique Moreno, quien habría de interceder ante la instancia más alta para que se le mantuviera la beca que le había otorgado el Estado argentino: el Presidente de la República, Julio Argentino Roca decidió personalmente extenderle la subvención.
Este sería el comienzo de una larga y calurosa relación tan misteriosa como contradictoria: “Lola Mora, Roca y cincel”

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