jueves, 22 de diciembre de 2016

EDUCACIÓN, INSTRUCCIÓN, CULTURA, ANÁLISIS


Da ternura ver a tantas madres y a tantos padres cuyos vástagos todavía no tienen edad para deambular solos por la ciudad apresurarse para llevarlos a actividades extraescolares de todos los colores (yudo, inglés, guitarra, teatro, origami...). No importa en qué escalón social le toque a uno criar a sus hijos, intuitivamente sabe que lo esencial para encarar el futuro es la educación. Los que pertenecemos a la llamada "clase media" queremos ofrecerles, dentro de nuestras posibilidades, un banquete cultural que nutra su curiosidad y sus potencialidades innatas. Son tardes de trotamundos, frecuentemente con varios hermanos, unos haciendo los deberes sentados en el piso mientras otros terminan con sus clases y, al final de la jornada, comentando las novedades del día en el camino que separa las casas de la parada del bus o el subte.


Miles de familias se embarcan en estas epopeyas en miniatura y dejan de lado aparentes comodidades cotidianas con tal de adquirir una formación que puede cambiarles la vida. Si se les preguntara, no se les ocurriría relegar esas actividades por comprarse unas zapatillas de moda o disfrutar de unos días de vacaciones en la costa o la montaña.
Uno desearía que el mismo criterio se aplicara en lo público, que la educación (junto con la salud) estuviera al tope de las prioridades del Estado. Pero los años pasan, las escuelas se descascaran y los maestros siguen oscilando entre el agotamiento y el desequilibrio psíquico.


Claro que no es una ecuación fácil de resolver. Porque, aunque ayuda, no basta con tener nuevo mobiliario y pantallas para todos. Ya lo dijo Ernesto Sabato en 1998: "El problema de la educación no se resuelve con técnicas más complejas o con la aplicación de modernas computadoras (...) sólo superaremos la crisis (...) fomentando la capacidad de asombro y los grandes cuestionamientos acerca de la existencia". Así como es imposible hacer ciencia de gran nivel sin científicos brillantes, no se podrá enriquecer la educación si carecemos de buenos maestros.
A lo largo de décadas, les pregunté a muchos talentos destacados cómo había nacido su interés por la ciencia. La respuesta fue siempre la misma: en el principio hubo un/a maestro/a que habían encendido la llama.


Desde los griegos en adelante, todo sistema educativo expresa los valores de una sociedad. Sin tecnologías digitales, Sócrates enseñaba por medio del diálogo. En La vida cotidiana en el año 1000 (Ediciones Temas de Hoy, 1999), Edmond Pognon cuenta que en las escuelas de las abadías de esa época, abiertas a ricos y pobres, es muy probable que la enseñanza fuera exclusivamente oral, porque sólo se podía leer y escribir en latín, y que consistiera en algunas reglas elementales de cálculo mental, y sobre todo en aprender de memoria textos religiosos.

 "Las sanciones eran crueles: el látigo por cualquier despropósito -dice-. Si el niño reincidía, lo ataban y lo enviaban al calabozo."
Hoy, el problema no es acceder a la información, sino poder interpretarla, analizar la realidad y ejercitar el pensamiento crítico para sacar conclusiones válidas basándonos en datos objetivos y no en supercherías, prejuicios o en el principio de autoridad. Si no somos capaces de ofrecerles eso a nuestros jóvenes, todo lo demás no sirve de nada.
Es una empresa que excede los retoques administrativos. No basta con desearlo, porque, aunque sea una perogrullada, ya se sabe que el camino al infierno está empedrado de buenas intenciones. Tenemos que hacer que ocurra.


Se lo debemos a nuestros chicos y a tantos otros como Efraín, el niño qom que acaba de convertirse en el primero de su familia que termina la escuela primaria. Sus lágrimas y las de su abuelo Ángel, que estremecieron el convencional vanguardismo de las redes sociales, son un compromiso que no podemos soslayar. Perdón, que no debemos soslayar.
N. B.

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