sábado, 19 de noviembre de 2016

HABÍA UNA VEZ Y LECTURA RECOMENDADA


Esa noche conocí a un hombre dispuesto a morir de amor. Cuando lo vi estaba inclinado sobre la defensa del balcón con medio cuerpo suspendido en el vacío; uno de los pies flotaba a pocos centímetros del suelo, el otro le servía de débil apoyo. Vi en sus ojos -creí verlo mientras avanzaba con una copa en la mano en medio del estruendo de la música, trasponía el ventanal y salía a la brisa de la noche en primavera- la soledad, la desolación y la furia. Me acerqué serenamente para no sobresaltarlo. Creo que vio mi sombra por el rabillo del ojo. Giró hacia mí con lentitud. Cuando estuvo de frente una sonrisa -menos que una sonrisa, el gesto con que cede la amargura cuando lo hemos perdido casi todo- se esbozó en su rostro de piel cetrina.



-Hola -le dije. Tenía la mirada de un animal herido. Era de unos 45 años, no demasiado alto ni demasiado bajo, una barba descuidada de muchos días, el desaliño de quien no ha dormido bien durante varias semanas. Quise saber si estaba bien, o así se lo pregunté; le mentí: si no lo hubiese interrumpido, su cuerpo se hubiese estrellado allí abajo, en la avenida del Libertador, y su nombre -Bruno G.- habría pasado a formar parte de la anónima e ignorada lista de suicidas que deciden quitarse la vida fulminados por el rayo del desamor.
-Estoy en mi mejor momento, ¿se nota? -Era una rasgo de humor inesperado. Sonreí. La voz era de un tono bajo, traía el desgarro de una derrota. Él necesitaba un trago: le ofrecí mi copa de vino, dio un sorbo pequeño, me la devolvió. Agachó la cabeza -el asfalto estaba todavía allí, doce pisos debajo, un imán acerado para los amantes desesperados de este mundo- y me contó su historia.
Se habían conocido hacía quince años. Los dos jóvenes todavía, una pasión que siempre le había parecido algo desmedida. Habían tenido una relación atravesada por vientos huracanados. Habían sido felices, pero también habían sentido el peso del odio súbito, como sucede en los amores verdaderos.
La noche anterior había leído fragmentos de una novela breve, Los enamorados, el adiós de un hombre a la mujer que amó durante mucho tiempo y quizá amaba todavía.

 Me dijo que mientras la leía había sucumbido al hechizo de las palabras que el autor había puesto en boca del hombre desconsolado: sentía que eran suyas, que le pertenecían, como si alguna de esas noches de pena y abandono las hubiese escrito él mismo en medio de la niebla que traen la tristeza y el alcohol.

Ahora que estaban separados, aunque sabía que los recuerdos eran inútiles, él también creía reencontrarla en el gesto de otra mujer a la que cruzaba en la calle, en los lugares secretos adonde habían construido su vida, en los sonidos y en los olores que habían hecho suyos y que conformaban eso que llamamos intimidad; él también, agregó, llevaba consigo el fantasma de que ella se entregara a otro hombre o de que él mismo se sintiese atraído por otra mujer a la que no lo unirían ni el pasado ni las complicidades que sólo concede el tiempo; él también sentía que no había hecho lo suficiente y que ella lentamente se le escapaba.
Hizo lo que pareció una pausa. En los ojos centelleaban la impotencia y el miedo. Hayes tenía razón: creía -dijo vacilando- que ella se había llevado algo de él, una certeza de sí mismo que sólo le era posible sentir cuando estaba con ella y que desaparecía cuando ella se alejaba dejándolo a la intemperie. Estaba llorando, eran lágrimas de un amargo desconsuelo. Tenía los ojos clavados en el asfalto remoto, pero no era la amenaza de ese abismo lo que lo carcomía, sino el vacío que crecía en su interior. Algo nos interrumpió, el bullicio de tres o cuatro personas que salieron a bailar al balcón, y lo perdí de vista el resto de la noche. No volvimos a vernos.



Cuando llegué a casa busqué en la biblioteca la novela de Alfred Hayes. Releí algunos pasajes que había anotado y me detuve en uno de ellos: "Empecé a experimentar la vanidad del sufrimiento. El sufrimiento me daba una importancia que ningún otro sentimiento me había proporcionado. Era como un destino. Al sufrir creía que amaba, porque el sufrimiento era la prueba, el testimonio de un corazón que hasta entonces consideraba seco. Al haberme fallado la felicidad, era la infelicidad lo que me llevaba a creer que estaba, o había estado, enamorado; y era fácil creer en la realidad de la infelicidad cuando tenía ante mí la prueba de noches sin dormir y la amargura de estirar el brazo en la oscuridad para tocar lo que ya no estaba".

V. H. G.

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