domingo, 23 de octubre de 2016

HABÍA UNA VEZ....


Su hermana lo llamó desde España esa mañana. El timbre del teléfono lo despertó de un sueño oscuro.
-Cómo estás, guapo - fulguró la voz.
Escuchó la voz de su hermana, que era la de su infancia, con la felicidad que produce regresar a ese momento entrañable en que todo era posible, o mejor, al recuerdo que tenemos de ese tiempo mítico, porque se sabe que la memoria suele embellecer los sucesos de nuestras vidas tempranas y entonces todo parece más hermoso gracias al pase de magia de la melancolía. En el fondo, claro, lo que hace más bellos esos instantes es que siempre los recordamos sabiendo que entonces éramos muy jóvenes y nos aguardaba el futuro.
-Que estoy muy bien, venga.

Su hermana tenía 22 años cuando se fue a la tierra de sus antepasados persiguiendo las mismas ensoñaciones que alguna vez había procurado alcanzar su abuelo viniéndose a Buenos Aires, con una novia gallega amarrada al brazo, solos los dos a su arribo bajo una lluvia pertinaz que duró catorce días. Cuando llegó al aeropuerto de Barajas, su hermana estaba sola, con no mucho más equipaje que su violonchelo y el ímpetu insobornable con que pensaba llevarse el mundo (el mundo de la música clásica) por delante. Conoció a un actor español con el que se casó y tuvo un hijo, Joaquín, que nació con una alteración neurofisiológica que lo recluyó en una niebla lejana.
-De seguro que te he despertado, sigues siendo el mismo cabrón perezoso de siempre -dijo ella con voz oceánica, la misma con que tantas tardes de domingo -zapateo, guitarra y palmas- cantaba las canciones de Camarón de la Isla.
Durante años su hermana fatigó consultorios europeos en busca de novedosos programas de recuperación. Se entrevistó con especialistas y milagreros, pero sobre todo creyó fervorosamente en su capacidad para rescatar a su hijo del aislamiento y mitigar su temor a lo nuevo e imprevisto. Tenía una costumbre un tanto extraña que había sido desaconsejada por los médicos, quienes le indicaron que la vida del muchachito debía transcurrir en un ambiente plácido que no lo sometiera a demasiadas sorpresas.
 Su hermana arropaba al pequeño con las sonatas de Mozart y las canciones de Satie, como correspondía, pero todo los días, obstinadamente, sorda a los consejos de los especialistas, antes de la cena lo sometía a una terapia de shock haciéndole escuchar las sinfonías de Beethoven: decía -y lo dice hoy, con el convencimiento de que esa decisión fue la madre de todo lo que vino después- que esa música vehemente, con su invencible vitalidad y su furia incontenible, era un modo de arrancar a Joaquín de su acuosa vida interior y devolverlo de una vez por todas -ojalá que para siempre- a este mundo. Cuando el adolescente cumplió los 17 años, un mediodía de domingo sonó el teléfono en su casa, y escuchó al otro lado de la línea el llanto de su hermana mezclado con risitas breves de temor o felicidad. Un médico le había dicho que su pequeño se había recuperado casi por completo, y su hermana dijo entonces que para ella la vida ya había merecido ser vivida y que todo lo que viniera en adelante sería un regalo de Dios, los días que había conseguido arrebatarle a la muerte.
-Dormido y con resaca, así estoy, por qué carajos me venís a joderme a estas horas, cabrona -dijo en un español fingido y por eso forastero. La voz, redonda y luminosa, trajo la imagen de un hombre nuevo lleno de promesas y de deseo.

-Que te tengo la noticia del año.
-¿Y qué mierdas es eso?
-Que Joaquín va a ser padre, tendrá un niño.
Ella rió: había espantado para siempre el dolor de su vida.
-Te felicito, cabrona. Serás la abuela más hermosa de España- dijo. Se rieron como bobos, como reían cuando espiaban el beso de sus padres mientras bailaban un tema de Cole Porter.
-Quisiera contarle a mamá, ¿cómo está ella?- Hubo en él una mueca de tristeza, un gesto fuera de lugar. La voz se ensombreció.- Mamá está bien, en su mundo. Tuve que internarla. Este fin de semana iré a verla al neuropsiquiátrico.

Prometieron escribirse; él viajaría para el nacimiento del niño. Se juró a sí mismo que el sábado visitaría a su madre anciana para contarle que su nieto iría a ser padre. Quizá la noticia, pensó, la despertará de ese sueño donde prefirió refugiarse del mundo, aislada y sola, inalcanzable y remota, el día en que descubrió que el desamor y el engaño pueden ser una forma de la locura.
V. H. G.

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