miércoles, 28 de septiembre de 2016

TECNOLOGÍA; LA UTILIDAD DEL CHAT Y OTRAS YERBAS


¿Quién dijo que chatear es una pérdida de tiempo? Todo el mundo, 10 años atrás. Y ahora hacemos la mitad de nuestro trabajo con mensajeros instantáneos
Hace muchos años, algo más de 10, el dueño de una importante agencia de prensa me dijo, en una de esas charlas informales que se dan en la previa de las presentaciones de productos, que habría que prohibir el chat en las empresas, porque los empleados se la pasaban holgazaneando en lugar de trabajar.
Estaba en su auge el MSN Messenger, dado de baja por Microsoft en noviembre de 2012, y no era técnicamente un chat, sino un mensajero instantáneo. Para entonces, con cada vez más conexiones de alta velocidad, la diferencia entre el Internet Relay Chat y los mensajeros instantáneos empezaba a desdibujarse, y pronto toda conversación por escrito en tiempo real sería conocida por el pegadizo nombre de chat; así, a secas.


En aquella charla le dije que opinaba exactamente al revés, que a mi juicio el chat podría ser una gran herramienta en el ámbito laboral y que debería ser abrazado por las compañías de todos los calibres. Le recordé también que 10 años antes -es decir, hace hoy más de 20- muchas empresas, incluso algunas bien grandes, se negaban a aceptar el correo electrónico (en serio), y con el mismo argumento: que la gente se la iba a pasar mandando mails en lugar de trabajar.
Casi no hace falta anotarlo, pero el paquete de oficina de Microsoft incluye un chat (antes llamado Lync, ahora Skype for Business) y WhatsApp se ha transformado en una herramienta indispensable de trabajo.
A decir verdad, el argumento de aquél empresario tenía (o parecía tener) mucho más sentido que mi vaticinio. Varias personas que participaban de esa charla coincidieron en que el Messenger era una peste, una mala hierba que debía ser erradicada de los lugares de trabajo, y, por mi parte, como de costumbre, quedé como el mismo loco con ideas absurdas de siempre.
Ahora, ¿por qué el chat no fue erradicado sino, por el contrario, se lo incorporó al ámbito laboral? Es bastante claro que no tengo la bola de cristal (me dedicaría a la Bolsa o a las apuestas, si la tuviera) ni una máquina del tiempo (andaría vagando por las eras, si fuera así).
El acierto, en verdad, tiene que ver con un rasgo excepcional de la comunicación humana. Si durante los absolutismos más salvajes hubo héroes que se jugaron la vida reproduciendo clandestinamente las obras prohibidas, entonces algo parece evidente: prohibirle a la gente comunicarse no funciona. A la larga es en vano.
Me puse entonces a pensar en cómo funcionan las prohibiciones.


Prohibir es una actividad tan delicada, casi diría tan peligrosa, que debería reservarse para aquellos casos en los que no queda más remedio. Por ejemplo, si no se debe ir a más de 40 kilómetros por hora en las calles de la Ciudad de Buenos Aires (y, sinceramente, me parece que 30 sería mejor), no es porque el jefe de gobierno es un caprichoso. Es porque a mayor velocidad, mayor energía cinética. Eso significa que llevará más tiempo frenar y que, si se produce un choque, el daño resultará mayor. Es un asunto relacionado con la física y por lo tanto la prohibición tiene sentido. ¿Por qué? Porque no se puede discutir con la Termodinámica.
Ahora modifiquemos un poco -sólo un poco- el contexto. Vamos a prohibir pisar el césped. ¿Cuál es la lógica aquí? Obviamente, conservar impecable el verde prado. ¿Y cuál es el problema de semejante lógica? Que cuanto más verde y tersa la hierba, más ganas nos dan de andar por allí; después de todo, seguimos siendo criaturas de la naturaleza. Está bueno que el césped se mantenga lindo. Pero no para mirarlo y nada más, sino para disfrutarlo. De otro modo se parece a esas casas en las que todo está impecable, pero no se puede tocar nada.
Una combinación interesante de las dos antedichas es la prohibición de andar en moto sin casco. Aquí no hay terceros involucrados (no directamente, al menos). El único interesado en que los huesos de su cráneo no se fracturen al chocar contra el asfalto es el motociclista. Me dirán que es casi delirante tener que exigirle a una persona que evite destrozarse la cabeza en un accidente de tránsito. Pero el casco es incómodo y, como ocurre con el césped, ¿qué gracia tiene ir en moto si no podés sentir el viento en la cara? Ninguna, excepto por un detalle. Si ponés en la balanza el casco es incómodo y me gusta sentir el viento versus puedo matarme en un accidente, la decisión no admite duda y te calzás el casco.
La naturaleza de las prohibiciones se complica -y mucho- cuando se pretende aplicarlas no ya acciones en el mundo real, sino al pensamiento. Un antiguo truco mental vendrá en mi auxilio para desmenuzar esta sutileza. Intenten no pensar en elefantes. Descubrirán que es imposible no pensar en elefantes. Pero no porque lo prohibido es siempre más atractivo. Esto parece cierto, pero lo es sólo superficialmente. Si te prohíben que pienses en nitrógeno, no va a pasar mucho antes de que esto, tan abstracto, se esfume de tu consciencia. Y eso que tenemos mucho más contacto con el nitrógeno que con los elefantes. Lo mismo ocurriría si te prohibiesen pensar en algo que no tenés ganas de pensar.
El problema de prohibirle a alguien que piense en algo está en que no se puede prohibir algo sin mencionarlo. Tenés que pensar en elefantes para dejar de pensar en elefantes. Más aún, la única forma de asegurarnos de que no estamos pensando en elefantes es verificando constantemente que no haya elefantes en nuestra consciencia.


La solución para este intríngulis, ensayada una y otra vez durante la historia de la civilización, es el lavado de cerebros. En lugar de prohibirles a los ciudadanos pensar en algo, se les dice qué es lo que tienen que pensar. Suelen empezar con esta práctica directamente en la escuela primaria. Si el aislamiento de ese grupo humano es más o menos absoluto, puede funcionar durante bastante tiempo.
Fuera de esta salvajada, la prohibición es impotente frente al intelecto. Por eso, George Orwell acuña en su novela 1984 el término Crimen de Pensamiento; los ciudadanos son vigilados todo el tiempo para advertir si están pensando en algo que no deberían estar pensando. La redundancia es intencionada, porque cuanto más se repita la prohibición, con más frecuencia pasará por nuestras mentes eso en lo que no deberíamos estar pensando. Es genial.
No me digas
Ahora, ¿cómo operan las prohibiciones cuando se las aplica sobre los medios y tecnologías relacionadas con la comunicación? Bueno, el escenario se complica todavía más. Primero, porque prohibir es un acto lingüístico. Segundo, porque gran parte de eso que llamamos pensamiento se basa en nuestra capacidad, única en la naturaleza, del habla, del lenguaje natural.
El que el chat, el email y WhatsApp hayan potenciado nuestra productividad es sólo un aspecto de la historia, y posiblemente el menos importante. Desde los libros y los diarios impresos hasta Snapchat, la tecnología aplicada a la comunicación verbal ha ganado cada batalla, sin excepción. Incluso la escritura, que fue la primera que creamos en torno a esta destreza única del verbo, terminó escapándose del estricto cepo en el que se la confinó durante siglos; hoy se la enseña a los chicos de 6 años. Los libros se encontraban, antes de Gutenberg, atados con cadenas a los scriptoria; no se me ocurre una escena más nítida para mostrar la capacidad que tenemos para liberar nuestros instrumentos de comunicación.
Y eso incluye Internet.


Creo -y es apenas una teoría- que cuando intentan prohibir un medio de comunicación, sobre todo uno nuevo y más eficiente, como lo fue el libro en su momento o como Snapchat estos días, chocan contra un obstáculo insalvable: que comunicarnos no es opcional. Decir, hablar, expresar. Chatear. Mandar un WhatsApp. No podemos elegir ahí. No podemos dejar de hacerlo. Parafraseando a Sartre, estamos condenados a comunicarnos. Esto representa un problema para todo aquél que pretenda ejercer un control estricto de la conversación social. Hay una escena de Matrix que es, en este sentido, elocuente: encerrado dentro de la tiranía definitiva -una realidad ilusoria generada por software- y atrapado por agentes implacables e invencibles, Neo (Keanu Reeves) todavía conserva un poder que todos los totalitarismos temen, el habla. Por eso, el sistema (una cárcel para la mente) simplemente le borra la boca y el agente Smith le pregunta, con sarcasmo: "¿De qué te sirve una llamada telefónica, si sos incapaz de hablar?"
Cada vez que oigo a alguien denostar alguna nueva forma de comunicación pienso en esa escena y deduzco, otra vez, que no van a tener éxito en amordazar a la Red, porque cuando se nos prohíbe comunicarnos se nos exige que dejemos de lado nuestra humanidad. Y eso es algo que, simplemente, no somos capaces de hacer

A. T.

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