martes, 23 de agosto de 2016

LA BATALLA QUE SALVÓ A LA PATRIA III


A través del campo de batalla, de donde ya habían sido retirados los cuerpos y las armas pero donde aún quedaban restos del encuentro, el vizcaíno rojizo y bien plantado caminó trescientos metros con la mano en el pomo de su espada y la cabeza erguida. 

JORGE FERNANDEZ DÍAZ

El coronel lo esperó delante del convento: tenía la pierna floja y entumecida, el brazo en cabestrillo y la mejilla cruzada por una cicatriz roja. El capitán Zabala era un oficial de artillería de Marina y vestía una casaca corta azul con solapa, pantalón blanco ajustado y botas negras.
Llevaba el muslo vendado y manchado de sangre, y andaba también con cierta dificultad. A cuatro pasos de distancia, se quitó el morrión con respeto. San Martín sabía que en la chapa frontal de ese morrión lucía la vieja efigie de Fernando VII y la leyenda «Viva el rey».
Se dieron un abrazo de protocolo y el coronel lo invitó a entrar. Los oficiales se apartaron y los dos jefes atravesaron el patio interior y ocuparon sillas en una sala fresca de baldosas rojas, en el sitio opuesto al comedor de los frailes, donde todo eran suturas y amputaciones.
Un piquete formado por las milicias tenía la orden de cavar una fosa común para sepultar lo antes posible los cadáveres. El calor seguía apretando y se imponía un entierro rápido por miedo a infecciones y sobre todo a la peste. San Martín presentó a Parish Robertson, y éste se inclinó con respeto y pidió a su sirviente que abriera las maletas y descorchara sus botellas de vino.
Ese solo gesto convirtió el desayuno en un almuerzo. Los curas apuraron los platos mientras Parish llenaba las copas. «Lamento mucho esa cicatriz», dijo diplomáticamente Zabala. «No será la última», le respondió el coronel. Zabala estaba sorprendido por el acento andaluz y la profesionalidad de aquel ex camarada.
San Martín le preguntó dónde había servido y con quién. Hablaron de regimientos y de campañas, y de amigos en común, y también de la guerra de la independencia española. El vizcaíno se quedó frío al saber que aquel héroe criollo era dueño de una medalla de Bailén.
«Luego se la dieron a cualquiera», dijo San Martín quitándole importancia. Era cierto, más tarde acuñaron miles de medallas para levantar la moral del alicaído ejército peninsular. Hablaron un buen rato de España y de Andalucía, y también de Wellington y de Napoleón.
Zabala contó que había peleado a órdenes de Liniers y que había participado en Paraguari y Tacuari contra los patriotas. Y dijo que jamás se había enfrentado en aquellos pagos con un regimiento al estilo napoleónico y con otro español de pura cepa. 


San Martín sonrió y mandó traer a dos granaderos, les hizo presentar armas, le mostró el uniforme y le dio clase sobre las técnicas modernas de la caballería. «A mi pesar, lo felicito», dijo Zabala, y Parish abrió otra botella. Todo se desarrollaba con la caballerosidad y el pundonor que San Martín predicaba.
Habían combatido con saña y sin piedad, pero eran dos hidalgos y terminada la faena no quedaba más que respetarse. Los curas sirvieron una sopa y después un puchero improvisado con restos de un guiso de la víspera. El menjunje tenía morcillas, garbanzos y toronjil, patatas y costilla de res, y era tolerable para esos hombres en campaña eterna, más acostumbrados a mascar carne seca de trinchera que manjares de primer orden.
El vino del inglés, en cambio, era una delicia y aflojaba la lengua. A los postres, cuando en la larga sobremesa los curas trajeron bizcocho dulce y algunas frutas de estación, Zabala confesó que su misión consistía en burlar la vigilancia de las baterías de Punta Gorda y cortar el comercio fluvial entre Paraguay y Santa Fe.
«Sólo queríamos bajar en San Lorenzo para buscar comida y seguir con el plan — dijo amargamente—. ¡Buen tiro por la culata!» Y entonces, con el mayor de los respetos y cuidados, tristemente alegre como estaba, el capitán realista le preguntó de nuevo al coronel por qué se había metido en aquella insurgencia.
«Esto no es una insurgencia, capitán — le respondió San Martín—. Ésta es la revolución.» Tomó el morrión de Zabala y le señaló la efigie, y expuso durante largo rato por qué Fernando VII representaba las ideas contrarias de la verdadera España y por qué no podía él resignarse a aceptar ese yugo. Zabala recogió el morrión y se quedó en silencio. Sonaban las chicharras de ese febrero ingrato, los soldados iban y venían dentro del monasterio.
«He hecho prisionero al jinete que voló por los aires en el barranco», dijo entonces el capitán. «¿Sigue vivo?», se extrañó el coronel. «En mal estado.» Zabala se pasó una mano por la cabellera pelirroja; tenía los ojos cansados y mal semblante. «Si usted estuviera de acuerdo, coronel, sería bueno para los dos intercambiar prisioneros y despedirnos.» San Martín se le quedó mirando un momento, después asintió y dijo: «Duerma una siesta y luego veremos.»
El capitán también asintió y apuró otra copa. Un granadero lo condujo hasta un dormitorio de frailes. Todo el cansancio de la derrota le había caído sobre los hombros. «¿No temerá Zabala de nosotros una trampa o un golpe de mano?», quiso saber Parish. «No —dijo el coronel—. Usted no entiende. Es un asunto de honor.»
El inglés se revolvía en su asiento. «¿Sabe cuánto duró el combate?», preguntó. «Quince minutos», respondió San Martín sin mirarlo. Quince minutos: todo y casi nada. Después de cruzar tortuosamente la cordillera de los Andes, el coronel y su ejército llevarían a cabo en pocos años contiendas descomunales.
En Chacabuco, y a pesar de su agudo ataque de gota, rabioso y a la vez cerebral, San Martín jugó sus fichas durante diez horas y al final tomó la bandera celeste y blanca de manos de su portaestandarte, se colocó de nuevo a la cabeza de los granaderos y se lanzó a la carga definitiva. Aquel día hubo seiscientos españoles muertos y quinientos prisioneros. Ya le decían «el Libertador», y era todo un estratega.
En Maipú eligió el terreno de lucha y un plan ofensivo con dos líneas y tres divisiones. Se trataba de una clásica maniobra de aniquilamiento: en seis horas, murieron seis mil realistas y fueron detenidos, desarmados y reducidos otros tres mil. Se podría decir de aquellas batallas lo mismo que Víctor Hugo escribió sobre la más desmesurada de todas ellas: «El pánico de los héroes se explica de ese modo.
En la batalla de Waterloo hubo algo más que nubes: hubo un meteoro. Por allí pasó Dios.»San Lorenzo, comparado con la larga campaña libertadora, había sido una gesta pequeña. Sin embargo, por allí también pasó Dios el 3 de febrero de 1813: sin aquel taller revolucionario quizá no hubiera triunfado la revolución.
Aquel día había nacido de algún modo la caballería sudamericana. Durante la siesta de Zabala, el coronel se paseó por la huerta, ensimismado y deprimido, recordando la perplejidad con que el capitán de la artillería española escuchaba sus argumentos de conversión.
Ese pensamiento lo llevó a Solano, que había sido muerto por disentir, y a su amigo Coupigny, procesado por pensar en la libertad, y a su amigo Aguado, que había tenido que afrancesarse para seguir siendo republicano. Todos ellos, con sus diferencias y matices, eran hijos bastardos de una España que no reconocían y que quería barrerlos del mapa. 


Cuando el jefe de los corsarios del Paraná regresó de su breve sueño, San Martín tenía preparados los términos del canje. «Fue un gusto conocerlo, coronel», dijo Zabala: se colocó el morrión y en posición de firme le hizo la venia. San Martín le devolvió el saludo con la cabeza y dejó que el capitán marchara junto a los oficiales, algunos granaderos y los prisioneros realistas: tres de ellos iban semimuertos en carreta.
Junto a la desembocadura del arroyo, en la playa, se produjo el intercambio por el jinete audaz y tres patriotas paraguayos que trajeron en lancha. El jinete estaba efectivamente destrozado, y murió sin despertar en el comedor de los frailes. El hospital que funcionaba en aquel salón monacal estaba lleno de quejidos.
El médico pidió hablar con el coronel: la pierna de Bermúdez estaba cerca de la gangrena y era preciso amputarla. Pero él no se atrevía a practicar una cirugía mayor. El coronel mandó traer un médico de Santa Fe y otro de Buenos Aires. Antes del atardecer celebraron misa en el campo santo, donde yacían los granaderos muertos.
Y por la noche San Martín visitó a Bermúdez, que estaba mudo y pálido. El coronel no quería ser condescendiente, había puesto por escrito en un segundo parte el desgraciado error de su capitán. Por errores mucho menores había habido duelos y expulsiones en el regimiento, y Bermúdez lo sabía.
«Tendrán que amputarle, capitán», le dijo entonces San Martín. Se lo dijo en tono firme pero a la vez pesaroso. «Como usted ordene, mi coronel», dijo Bermúdez, y se quedó callado. Había en su tono una emoción contenida: le importaba más el bochorno que su pierna.
El coronel no dijo nada. Permaneció esa noche en vela, recluido en una de las celdas del convento, y por la mañana destacó un pelotón de custodia, nombró a un oficial del regimiento para que se quedara a cuidar a los heridos, y preparó la marcha de regreso.
Los barcos de Zabala habían desaparecido del horizonte y las aguas del río estaban quietas. Parish Robertson se acercó a despedirse. «Tal vez no sea la última vez que nos veamos», dijo impresionado. «Ojalá que no», le respondió San Martín sobre su caballo. «¿Qué ocurrirá con Bermúdez?», insistió el inglés, en el estribo de su carruaje.«Le amputarán una pierna», dijo el coronel.
Los dos se estaban mirando fijo. Los errores, el honor, la vergüenza, el castigo, la locura. Todo eso había en esas miradas. «Así es la guerra, mi amigo —dijo San Martín sin remordimientos y sin orgullo. Y se tocó el sombrero—: Vaya con Dios.»
Parish siguió viaje hacia el norte y los granaderos hacia el sur. Regresaron a Buenos Aires lentamente, saboreando el paisaje que casi no habían visto en las noches de marcha forzada. A los pocos días un emisario le informó al coronel San Martín de que luego de la amputación, una mañana al llevarle el mate cocido, los frailes habían encontrado sin vida al capitán Bermúdez. Al destaparlo se dieron cuenta de que se había aflojado el torniquete del muñón para dejarse morir.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.