sábado, 30 de julio de 2016

LA OTRA MAMÁ


Cada vez que regresa a casa volvemos la vista atrás. La vemos entonces en el dormitorio de nuestros hijos, acunándolos con un leve balanceo del cuerpo y en los labios una tierna canción que los abriga; la vemos echándoles agua tibia en los cuerpitos frágiles a la hora del baño y leyéndoles un cuento bajo la tenue luz de la lámpara; la vemos corriéndolos entre risas en la plaza y preparándoles más tarde la papilla o una chocolatada, y luego limpiándoles el rostro embadurnado de leche mientras los reprende de modo cariñosamente teatral. Cada vez que regresa -ahora tan sólo un puñado de horas, para compartir el almuerzo o la merienda- nos provoca una punzada en el corazón y un nudo en la garganta porque ella -Fidelina, ése es el nombre del abracadabra que produce este encantamiento- nos trae la memoria de la infancia de nuestros hijos.



Algunos años después de que llegase a casa, el azar y las mejores recomendaciones quisieron que viajase a Europa, llevada por una familia francesa que tenía dos hijas. Pero cada vez que vuelve a Buenos Aires, viene a vernos -a veces con alguno de sus pequeños hijos- y asiste con gestos de asombro y ruidosas palabras de admiración al crecimiento de los dos muchachitos a los que hace algunos años cargaba en sus brazos. La recibimos entre besos y numerosas muestras de afecto, y recordamos los viejos tiempos con complicidad, pero siempre sentimos que no hay manera de agradecerle del todo lo que ha hecho por nosotros ni de hacerle saber lo importante que ha sido (y sigue siendo) en nuestras vidas.



Cuando la recordé una de estas mañanas, quién sabe por qué motivo -el albur de la memoria: un objeto, una palabra oída en plena calle, una canción que suena en la radio y de pronto nos sobrecoge de emoción-, me vino a la memoria Emilia, la obra de Claudio Tolcachir que cuenta el reencuentro de un hombre maduro con la mujer que lo cuidó en la niñez. Conversé con el dramaturgo un tiempo después de sentirme conmovido hasta las lágrimas por esa historia. Cuando concluyó la entrevista y se apagaron las cámaras, me contó un suceso tan extraordinario como la obra misma. Cierta tarde de hace muchos años, me dijo, fue a buscar a su vieja niñera en un auto para llevarla hasta la casa de Escobar donde iba a celebrarse el cumpleaños de un hermano mayor. Ella pasó buena parte de ese largo viaje relatándole historias antiguas con inesperada precisión, y mientras las escuchaba él hizo un viaje a un pasado entrañable pero siempre inquietante: la infancia.
-Me fue contando historias de mi niñez, tan amorosamente, tan detalladamente -me dijo-, que me resultó conmovedor. Primero porque el Niño Claudio que ella describía no tenía nada que ver con mis recuerdos de mi infancia. Lo más fuerte para mí fue reconocerla como fiel guardiana del amor: ella recordaba los pormenores de cada escena, los detalles en apariencia más insignificantes y que yo había olvidado, y lo contaba todo con mucha ternura.

 Al cabo de ese viaje pensé en lo desparejas, en lo injustas que pueden ser las relaciones. Pensé en las personas cuyo trabajo es cuidar amorosamente a los niños y me pregunté qué sucede con ellas cuando el tiempo va alejándolas de modo inevitable de esas familias que ya no las necesitan. Me sentí un hombre injusto por no haber imaginado jamás tanto cariño.
Un tiempo después volvieron a reunirse en otro viaje en auto. Sucedió cuando se estrenó Emilia. No era enteramente temor lo que sentía el director, sino alguna clase de pudor o rara inquietud: temía que ella se confundiera con el desenlace dramático de la obra a la que había servido como inspiración. Unos segundos antes de que comenzara la función, la niñera ya anciana le habló al oído como si le estuviese musitando una canción de cuna para adormilarlo:


-No importa nada, Claudio -La voz lo había abrigado toda la infancia, le había descubierto una parte del mundo. Con el paso de los años se había vuelto ligeramente más áspera, pero conservaba su tono entrañable-. Lo único que debemos hacer en esta vida es dar amor, y no esperar nada a cambio.
Cuando terminó la obra, el Niño Claudio quiso que ella subiese al escenario para saludar al público junto con los actores.

 Lo que sucedió entonces es territorio de la magia o la justicia poética: fue recibida con una ovación que estremeció a todos, pero especialmente al hombre que tantas noches se había dormitado en su regazo en la vieja casa de Almagro donde creció.
V. H. G.

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