miércoles, 20 de julio de 2016

LA INTROSPECCIÓN


Había leído hace años las crónicas de viaje de Matsuo Bashô en una edición inglesa traducida por Nobuyuki Yuasa. Tenía un recuerdo más bien impreciso del conjunto, aunque persistía con cierto detalle algún que otro haiku ("Sobrevivo al final/ el largo sueño del viaje/ tarde de otoño"). Porque, esto es lo importante, esas crónicas son en realidad una especie de antología de poemas, cuentas de un collar enhebrado por el hilo de los pasajes breves en prosa que cuentan el lugar y las circunstancias que estuvieron en el origen de cada poema.



Bashô, acaso el mayor poeta japonés, hizo su primer viaje hacia 1684, de su choza a orillas del río Sumida en dirección al oeste. No llevaba nada consigo ("una calavera a la intemperie", dice de sí mismo), salvo la memoria de lo versos escritos por otros. "Como sobre bastón, me apoyaba en las palabras de un hombre antiguo quien, según dicen, «entró en la nada utópica bajo la luna de medianoche»". A Bashô, como a nosotros, cada paisaje, cada eventualidad, le hacían acordar algún poema y, a la vez, lo impelía a escribir. Ahí terminan las semejanzas. Nadie en Oriente escribió nunca como Bashô.



El caso es que la editorial Fondo de Cultura Económica sacó la semana pasada una edición de los Diarios de viaje de Bashô. La nueva versión castellana de Alberto Silva y Masateru Ito me pareció muy diferente del recuerdo que tenía de la otra, la inglesa. Tan diferente que era como leer lisa y llanamente otro libro que, sin embargo, seguía siendo en sus contornos el mismo de siempre. Pensé que no era una simple diferencia de traducciones (el trabajo de Silva y de Ito es admirable de principio a fin) y que había algo más, algo en los propios escritos de Bashô que propiciaba esa divergencia.

Tomemos como ejemplo un haiku que le gustaba mucho a John Cage. "Matsutake ya/ Shiranu ko no ba no/ Hebaritsiku." Esto, siempre según Cage (aclaro enseguida que no sé japonés), quiere decir: "Hongos, ignorancia,/ hoja de árbol/ adherencia". Una versión más civilizada al inglés terminaría diciendo lo siguiente: "La hoja de un árbol ignoto/ se adhiere/ al hongo". La traducción parece sensata y, con todo, algo falla sin excusas: las conexiones que la vuelven sensata violentan esas impresiones aisladas, como aquello que el relámpago ilumina del golpe, que late en el original ¿Era realmente eso lo que quería decir Bashô? Más todavía, ¿quería Bashô decir, dar a entender algo?



Las palabras del poeta están llenas de otras palabras no dichas, silenciadas, pero, no hay que olvidarlo, aun esas palabras efectivamente dichas están privadas de toda intención. Después de todo, ¿qué le impedía a Bashô ser más explícito? Los poemas de Bashô no devanan ningún relato, ninguna anécdota, ninguna escena: muestran estados. Son poemas de sustantivos, no de adjetivos. Nunca califican. "Hay que ir al pino si uno quiere aprender algo sobre el pino o al bambú si se quiere aprender sobre el bambú." La poesía sobreviene solamente cuando no hay diferencia entre lo observado y quien observa, cuando el poeta se vuelve uno con lo mirado. Si eso no ocurre, la poesía permanece en simple artesanía retórica.



Al viajar nos enfrentamos al mismo dilema: proyectar lo propio en lo mirado o estar en completa disponibilidad. Cuando optamos por lo segundo, conocemos realmente las cosas como son. Por eso, cualquier viaje en el espacio es también un exilio interior, la única variedad feliz del exilio. ¿Viajamos para podernos ver a nosotros mismos desde afuera?


Como pasa siempre con el acto de mirar, esa mirada sucede en el espacio, carece de temporalidad y, por lo tanto, de sucesión. Están los elementos -la lluvia, el viento, una alondra- y están también los hechos. Pero los poemas no describen elementos, sino la intersección del elemento y el instante, el modo de las cosas. Describen estados. Hay un misterio en los poemas de Bashô, pero es un misterio transparente, que no se descifra en palabras, que se resiste a la glosa.



El poeta japonés nos enseña que la naturaleza, y todas las cosas del mundo, sugieren y reclaman un enmudecimiento: hay que callar la voz propia para atender a la suya. Por mi parte, soy demasiado occidental y estoy escasamente entrenado en esa disciplina, pero Bashô, que nunca quiso llamarse a sí mismo maestro, puede ser, cinco siglos más tarde, un guía confiable al que entregarse en ese viaje interior.
P. G.

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