martes, 26 de julio de 2016

HECTOR BABENCO Y PIXOTE


Pasaron casi cuarenta años desde su estreno, y sin embargo es difícil aun hoy no sustraerse a la emoción profunda que produce ese retrato de una infancia llena de asperezas que es Pixote. Volví a ver ese film lacerante la noche siguiente a conocerse la muerte de su director, Héctor Babenco.

 Volví a sentirme conmovido con la sinceridad brutal y la crudeza descarnada con que el realizador sigue al protagonista, un chico de nueve años que ha crecido en una favela asentada en el populoso cinturón industrial de San Pablo y termina en un reformatorio tras cometer una serie de delitos. Babenco hace una vigorosa denuncia de las injusticias sociales y las desigualdades que muchas veces están en la base de la delincuencia juvenil (tan a menudo incentivada por adultos sin escrúpulos o aun por la autoridad policial) a la vez que viene a señalarnos con su crudo lenguaje poético y su mirada humanista que incluso en las situaciones más oscuras es posible vislumbrar el resplandor de la inocencia. Dos escenas alumbran esa idea: en una de ellas Pixote juega al volante de un auto que acaba de robar, maravillado con esa máquina trepidante que lo devuelve por un segundo a la aventura de la niñez; en la otra, un grupo de internados, frente al mar abierto que acaban de descubrir, sueñan un porvenir luminoso bien distinto de las hostilidades y el desamparo que rodean sus vidas.


Una de las razones que hicieron de Pixote una película sobrecogedora fue su protagonista, Fernando Ramos da Silva, uno de los chicos no actores a los que Babenco acudió para evitar cualquier artificio que reste verdad a los hechos retratados y concederle a su trabajo un deliberado tono documental. Fernando vivía con su madre y siete hermanos en una casa muy modesta en Vila Ester, en la periferia de San Pablo. El éxito internacional de la película le permitió vislumbrar una vida mejor, quiso seguir la carrera de actor y consiguió un contrato con la cadena O Globo. Sin embargo, a poco de comenzar la grabación de la serie para la que fue contratado quedó en evidencia que no podía memorizar el texto de su personaje. Su fugaz carrera como actor empezó a languidecer.
Durante un tiempo breve, antes se había mudado con su familia a una casita que le dio Babenco tras un acuerdo extrajudicial (visto el triunfo comercial de Pixote, el pequeño actor le había pedido un porcentaje de los ingresos). En 1984 se involucró en un robo y fue detenido, pero el juez lo liberó y el alcalde de Duque de Caxias, una localidad cercana a Río de Janeiro, le regaló una casa para que emprendiera una nueva vida. La madre de Fernando la vendió, y la familia regresó a Vila Ester. 

Se casó con una chica llamada María Aparecida y tuvieron una hija. El rastro se pierde hasta el 25 de agosto de 1987: ese día Fernando murió en un enfrentamiento con la policía en una barriada de la periferia paulista.

Apenas terminó Pixote, la noche siguiente a la muerte de Babenco, quise volver a otra película dedicada a la infancia que había visto a mis veinte años. Tenía en la memoria otros films (esa lista incluye La infancia de Iván, de Andrei Tarkovski; El espíritu de la colmena, de Víctor Erice, y Crónica de un niño solo, de Leonardo Favio), pero me decidí a revisar algunas escenas de Los 400 golpes. Es uno de los títulos más entrañables de François Truffaut y el comienzo de esa extensa biografía fílmica de Antoine Doinel, álter ego del director francés; es tambiénel inicio de una fructífera relación artística con el irreemplazable Jean Pierre Léaud.



Los 400 golpes se centra en la infancia de Antoine, que agobiado por las hostilidades de la escuela y la intemperie en la que lo dejan su madre y el hombre al que ha unido su vida decide refugiarse en la calle y en su mundo interior. De este último obtiene el placer de la lectura (ama incondicionalmente a Balzac) y el del cine; en una escena deliciosa, se cuela en una sala y roba un afiche de Un verano con Mónica, el film de Ingmar Bergman); en la calle tiene menos suerte: termina en un reformatorio.



La última escena es pura emoción: Antoine se fuga y corre, corre hasta llegar al mar. Cuando mira al espectador en el último plano, su futuro es un misterio. Incierto como el de los tres amigos que en la última escena de Pixote imaginan el futuro que los aguarda, tendidos sobre la arena frente al mar, mientras el atribulado Lilica canta "Força estranha", el tema que Caetano Veloso le dedicó a Roberto Carlos: "Eu vi o menino correndo, eu vi o tempo / Brincando ao redor do caminho daquele menino"...

V. H. G. 

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