viernes, 22 de julio de 2016

HABÍA UNA VEZ POR WASINGTON CUCURTO


La más maravillosa música
La amé primero, la olvidé después: pero la Plaza Almagro,
de una manera u otra, me salvó la vida.


por Washington Cucurto
Jamás imaginé que terminaría viviendo enfrente de la Plaza Almagro. Recuerdo bien que cuando llegué a Buenos Aires fue uno de los lugares que más me gustó. Y me dije “cómo me gustaría vivir por acá y no en estas pensiones de Constitución”. Con los años me olvidé de ese deseo y pasé miles de veces por la plaza sin darle importancia, por lo general apurado, o en problemas. Pero la Plaza Almagro, de una manera o de otra, me salvó la vida. En distintos momentos hizo algo por mí, e imagino que yo habré hecho algo por ella. De otra manera, no estaría escribiendo estas cosas. 


Sin ir más lejos, hubo una época en que reponía mercaderías en distintos supermercados. Trabajaba para una firma de jugos y leches de soja. En tiempo record debía visitar 20 supermercados por día. A veces llegaba a cruzar hasta cuatro veces por la plaza. Me sentía muy mal por tener que realizar un trabajo tan duro y tan alejado de lo que me gustaba en la vida. Tenía 19 años y no sabía qué era lo que me gustaba de la vida, pero reponer jugos y visitar supermercados con jefes malignos, seguro que no. En ese estado de amargura total fue que la plaza apareció y me envolvió con su magia, sus árboles altos y explosivos, sus edificios centenarios y señoriales que la envolvían como las tribunas a un campo de fútbol. De a poco, comencé a hacer pequeños parates en mi recorrido; me quedaba sentado en uno de sus bancos y me colgaba mirando su cielo de ramas, sus juegos dóciles.
Me inicié en la lectura de Julio Córtazar y no me pasó nada más hermoso que leer a Cortázar en la Plaza Almagro. Es una experiencia que deberían hacer todos los escolares. La voy a proponer en el colegio de mi hija más pequeña. Ya era todo un ritual para mí: me sentaba en el banco más próximo a la calesita y escuchaba esa música infantil, la risa de los niños y de pronto el silencio, el ruido de la calle Bulnes que, por esos tiempos, era realmente original. Se oían los ruidos de los muebles de la empresa de mudanzas Verga Hnos., todo un clásico del barrio. Detallecitos sonoros de pianos, arpas, mesas redondas, sillones de pana, roperos con vidrios esmerilados. Del otro lado de la plaza, sobre la calle Salguero, había un lugar enigmático, un local que había sido una lechería y había quedado suspendido en el tiempo. Yo me cruzaba y veía las botellas vacías de leche y los grandes tachos de lata que llegaban de los tambos. Y me decía: “faa, cómo me hubiera gustado trabajar acá…”. Es parte de mi personalidad, yo siempre deseo lo contrario de lo que tengo. Los bancos de la Plaza Almagro
Fue la plaza y su energía increíble la que me ayudó a soportar tanto tiempo ese trabajo en el supermercado. Al final lo dejé y la plaza comenzó a ser el lugar más importante de mi vida. Creció en mí, de distintas formas y en distintos momentos. ¡De todas las cosas que me acuerdo! Escribir es recordar.
Me casé, tuve hijos, estuve un tiempo largo sin trabajo y me fui a vender chucherías a la plaza. A la mañana me levantaba y vendía objetos que compraba en Once. Y por la tarde, llevaba a mi hijo Baltazar a jugar a la plaza. (Mi hijo se volvió mas alto que un olmo y siempre mantuvimos ese ritual, durante décadas: ir a patear una pelota a la plaza).
El dueño de la calesita me veía siempre y me propuso “darle una mano de pintura a toda la calesita y a las rejas que la rodeaban”. Pero debía hacerlo en una sola noche porque la calesita no podía estar cerrada ni un día. Fui cuando oscureció y el señor me esperó con tres baldes de pintura, uno de color amarillo, otro rojo y otro naranja. Con grandes rodillos y a toda máquina pude terminar el trabajo a las cuatro de la mañana. El dueño se sorprendió y me preguntó si me animaba a pintar todo el bordecito de ladrillos que rodeaba a la plaza. Y así me convertí en el pintor del barrio. Los vecinos me veían y me pedían presupuestos. Yo los hacía muy económicos para que los aceptaran. ¡Miren de lo que me vengo a acordar, si estaré loco! 


Muchas de esas largas jornadas de trabajo las terminaba en el bar de Roberto, escuchando un tango y mirando a las mujeres más lindas del mundo que se congregan en ese lugar. Y siempre me cruzaba a la plaza a recitarle un poema a una turista en un banco con vista lunar. El bar está casi en la esquina de Bulnes y Perón, lo ultra recomiendo. ¡Qué feliz era por esos años!
Pero la felicidad no es infinita. Me separé y rajé del barrio. Y otra vez la plaza fue el lugar de encuentro con mis hijos, ya más grandes. Nos juntábamos los sábados a la mañana y hacíamos un recorrido por los puestos colorinches, mundanos, llenos de ricos olores. Mis primeros poemas los escribí sentado en un banco de la plaza Almagro, viendo a los chicos jugar a la pelota. Mis hijos iban al colegio Alejandro Carbó, que está a la vuelta de la plaza, por Mario Bravo, casi llegando a Díaz Vélez. Muchas veces los sacaba un rato antes del cole para que pudiéramos merendar en la plaza, facturas y yoghurt. Yo siempre andaba con una pelota nueva en la mochila. Volví a ser feliz y la felicidad volvió a esfumarse entre mis manos.


Me mudé a Olivos, mis hijos crecieron aún más y ya nadie volvió a esa plaza. Ahora que escribo esta crónica pienso “increíble, han pasado más de treinta años y la plaza siempre estuvo a mi lado”. No voy a mentirles, voy en el colectivo a terminar los papeles de la inmobiliaria. Acabo de comprar el departamento donde nacieron mis hijos, queda justo enfrente de la plaza. Cuando toqué el timbre del departamento y les dije a los dueños actuales que quería comprárselos me miraron como a un loco. Me atendió una joven estudiante de medicina y me dijo que el departamento era muy luminoso y confortable y además, tenía la plaza enfrente. Le dije que ahí había vivido los mejores años de mi vida, habían nacido mis hijos y si me dejaba pasar a darle una mirada. La chica me miró mal, me dijo que tenía que hablar con su marido que había llevado a su hijo a la plaza. Me fui, le entregué mi tarjeta y le dije que si pensaban venderlo, por favor me avisaran. Y hace una semana el teléfono sonó. Buscaban un departamento mas grande, así que al final pudimos hacer la compra venta. 


Y acá estoy: dentro de un rato me darán la llave y me quedaré solo en el departamento. Nadie se acuerda de mí, nadie me conoce, porque son todos vecinos nuevos. Gente joven, profesionales, sin hijos. En un segundo, volveré a oír esa música: los ruidos de la plaza; abriré las ventanas y ella estará ahí, cambiada, pero explotando de vida y formas y colores. Está distinta, ya casi no la reconozco; talaron sus árboles y la calesita no está más. Mis hijos tampoco, pero hay otros niños. Grandes rejas la acorralan sin sentido. Pero en fin, imagino que nada soporta los caprichos del tiempo, y las cosas deben cambiar. ¿De qué sirve estar igual toda la vida? Hay bares por todos lados y antes solo estaba el bar de tango de Roberto. Roberto tampoco está mas. Apoyo mis brazos en el borde de la ventana y me quedo mirando y la cierro y tomo valor, ahora sí, salgo al pasillo, bajo las escaleras. El tránsito de la calle Bulnes me detiene un segundo, pero continúo. Me golpea la luz del sol y los niños me esquivan muertos de alegría. Me siento en un banco y vuelvo a sentir ese placer ineludible de estar en la Plaza Almagro.

Washington Cucurto
Washington Cucurto es el seudónimo del narrador, poeta y editor Santiago Vega, creador y director de la editorial Eloísa Cartonera y autor de libros como Zelarayán, La máquina de hacer paraguayitos y Cosas de negros. Su último libro es La serie negra (Paisanita Editora)

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