sábado, 25 de junio de 2016

LOS INSTANTES DONDE LA MEMORIA ES BELLA


Hace pocos días Salman Rushdie expresó en voz alta una idea simplísima. Sugirió que se debería volver a enseñar a los chicos en las escuelas "el arte perdido" de memorizar poesías, una actividad que, en su opinión, enriquece de por vida la relación cotidiana que una persona establece con el idioma.

 La propuesta, a pesar de su aparente inocencia, produjo escozor, como si implicara un retorno al pasado y no el desarrollo de una habilidad tan elemental y productiva como el aprendizaje de la música, el dibujo o las matemáticas. La práctica cayó en desuso hace décadas, tal vez porque sobre la repetición en general -no sólo de poesía, también de fechas históricas- pesa la sospecha de mecanicismo, además del temible fantasma de lo obligatorio. Rushdie no parece promover, de todas maneras, que los chicos se conviertan en loros parlanchines. Más bien apunta a que se enseñe la manera de apropiarse de los poemas que por alguna razón personal nos conmueven. La posesión intangible de unas cuantas palabras, en un mundo que nos quiere convencer, con la fuerza de las profecías autocumplidas, que la intimidad no existe, se parece bastante a una forma de resistencia.

El aprendizaje de poemas puede ayudar a postergar la inevitable erosión de la memoria, pero, más allá de esa beneficiosa coartada, resulta -al menos en mi experiencia- una vía de acceso a toda clase de felicidades. Hace algunos años, para recuperarme de una vulgar lesión muscular, me vi conminado a dar largos paseos. Las caminatas como paseante solitario por el barrio pueden volverse tediosas y, casi de casualidad -mucho antes de los consejos de Rushdie-, se me ocurrió optimizarlas repasando algunos versos. El pasatiempo se volvió hábito y el hábito llevó a descubrir que la memoria también se ejercita como un músculo : una vez puesto en forma, reclama más entrenamiento. La música de los poemas se ajusta por lo demás como pocas cosas al acento y cadencia de los pasos, la respiración y el ritmo cardíaco. Sólo hace falta un mínimo de concentración.
El procedimiento da por el suelo, además, con un lugar común. La repetición, lejos de ser instintiva y maquinal, permite "leer" los poemas con mayor profundidad que sobre el papel, hace saltar toda clase de conexiones.

 Un ejemplo entre tantos. Transité muchas veces "Sinfonía en gris mayor ", de Rubén Darío, pero sólo mientras caminaba entonándolo se hizo evidente la perfecta aliteración de uno de sus versos ("lejanas bandadas de pájaros manchan"), dominado de manera casi absoluta por una de sus vocales.
Más inesperado fue encontrar que un poema puede tener efectos terapéuticos. Leí "Aubade" ("Alborada"), de Philip Larkin, cuando pasaba por una inesperada seguidilla de días insomnes. El irónico inglés parece tener una pieza para cada ocasión, pero "Aubade" era lisa y llanamente una nota al pie de mi malestar de entonces. En el poema, también alguien se despertaba en medio de la noche. Inmerso en la oscuridad, en ese extraño estado de lucidez que produce la duermevela y mientras aguarda que aparezcan los primeros hilitos de luz de la mañana, se da cuenta que está un día más cerca de la muerte, que lo único que desconoce es el cómo, el dónde y el cuándo.

 No suena muy alentador, pero la poesía no tiene esas obligaciones. Me aprendí los primeros versos porque sí -en esa gratuidad está el verdadero encanto- para poco después reparar que, de tanto pronunciarlos como un mantra, la angustia del desvelo se había esfumado sin dejar rastros.
El regalo más importante de una memorización, contra todo, se produce cuando se abre a una emoción fulgurante.

 Arthur Rimbaud tiene muchos poemas que vale la pena recordar, pero "Ma Boheme" ("Mi bohemia") se destaca por un factor sentimental: lo leí por primera vez a la exacta edad en que él lo escribió. Gira alrededor de un adolescente, el propio Rimbaud, que, vestido con un sobretodo desastrado, sale a caminar bajo la gran bóveda celeste. En los últimos versos se sienta, levanta la pierna a la altura del corazón, estira los cordones de sus botas y empieza a rimar acompañándose con ese laúd improvisado.
 Los iba silabeando en mal francés para mis adentros cuando, en una esquina del montón, me di cuenta del más misterioso de los hechos. Casi un siglo y medio antes, un Rimbaud de dieciséis años iba diciéndose las mismas palabras mientras se dirigía a pie de su ciudad natal, Charleville, a la vecina Bélgica. No hacía falta que nadie me mandara el poema por WhatsApp. Era más simple: Rimbaud lo había lanzado desde su noche estrellada de hace un siglo y medio para que algún incauto lo retomara en cualquier tiempo y lugar. Por un instante -¿se referirá también Rushdie a epifanías inquietantes como esa?- me tocó el papel de médium: yo, para decirlo con el poeta adolescente, era otro.
P. B. R.

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