martes, 21 de junio de 2016

HISTORIAS DE VIDA...INVOLUCRATE, COLABORÁ...LLAMÁ AL 108


Una dolorosa imagen, que se observa transitando por diversos barrios de la ciudad de Buenos Aires, es la que ofrecen quienes viven en la calle, acostados sobre colchones sucios, cubiertos por mantas en un estado semejante, o bien comiendo lo que le hacen llegar personas de buena voluntad.



A menudo, el habitante de la ciudad se pregunta cuánta gente "sin techo" hay en esas condiciones en Buenos Aires. Se desconoce el número preciso, aunque se estima que oscila entre 850 y 900. La Fundación SI calcula que llegan a 1000 y, curiosamente, si bien muchos tienen posibilidad de comer y dormir bajo techo, se niegan a aceptar la oferta. Esta conducta también se observa en otras grandes ciudades del interior. Un interrogante no menor es cuánto tiempo de permanencia en las calles llevan esos hombres y mujeres. La respuesta quizá más sorprendente es que hay quienes se mueven en ese espacio desde hace 25 años.
Ellos habitan de modo preferente las zonas más pobladas de nuestra Capital, como el microcentro o la plaza Congreso y sus cercanías. Asimismo, suelen instalarse bajo la protección de centros comerciales, no lejos de restaurantes y lugares de vida nocturna. El tiempo invernal atrae a un número de "sin techo" a lugares que las autoridades ofrecen para comer y dormir. Con ese fin son buscados, pero muchos no aceptan a pesar de todas las carencias que implica vivir en la calle. También disponen de una línea telefónica gratuita a fin de requerir servicios, que tampoco suelen demandar.

¿COMPRENDÉS?


Otro aspecto que convoca la atención de muchos es pensar de qué modo se originó la vida de los "sin techo". En algunos casos se trata de gente que ha sufrido pérdidas de trabajos que la han dejado sin capacidad de respuesta, hasta que se dieron por vencidos ante una realidad que los ha superado. Resignarse a vivir en la calle, con las limitaciones que eso implica -tanto en el orden económico, de salud, de alimento, de seguridad, de vida social es aceptar un estado de carencia extrema. Ese problema agudo se busca reducir del mejor modo, con el criterio de asistirlo más allá de lo elemental y procurando brindar la ayuda necesaria a fin de que restablezca la vida social y personal. Desde luego, hay otros cuadros de problemas, según las edades de las personas que viven en la calle, la existencia o no de una familia, la condición de inmigrantes, el estado de su salud, los hábitos de dependencia del alcohol, de drogas u otros males.
Es alentador comprobar que, ante la triste existencia de quienes se han entregado a vivir como indigentes, hay siempre quienes no los abandonan y procuran su recuperación.

 Está junto con su familia en la esquina de Santa Fe y Coronel Díaz; si recaudan 400 pesos de donaciones, pasan la noche en un hotel; si no lo hacen, duermen allí

Antonella hace las tareas del colegio en la calle, en Santa Fe y Coronel Díaz; la acompañan su padre y su madre. Foto: Nicolás Munafó
Hace frío y ella está ahí, en la calle, sin techo ni paredes. Su silla es una baldosa y la mesa son sus piernas. A su alrededor, pasan miles y miles de personas que transitan por la avenida Santa Fe. Antonella, de 11 años, está ahí, sentada, concentrada, mirando su carpeta y haciendo la tarea de tecnología y de ciencias naturales. "Hago todo pese al ruido", dice, con una sonrisa .
Antonella vive en la calle junto con su familia, pero cuando todas las tardes sale de la escuela N°5 Agustín Álvarez, en Constitución, acompaña a sus padres hasta Avenida Santa Fe y Coronel Díaz, Barrio Norte.
Allí, todos los días, Alejandro Avalone, de 52 años, pide ayuda para juntar $400 y pagar una noche en alguna habitación para su familia. Son cinco en total, su esposa Gladys y sus tres hijos. El hombre de pelo canoso y algo de barba cuenta: "Lo que quiero es conseguir algún trabajo, de lo que sea. Hace unos siete meses me echaron, estaba en negro y no pude volver a trabajar. Tuvimos que vender todo lo que teníamos y dejar la casa en Pompeya, porque no podíamos pagar el alquiler. Pero más allá de eso, a mis hijos les pido que sigan estudiando para su futuro".
Antonella, con un buzo gris y una bufanda negra, lo mira con ojos de orgullo, mientras continúa con sus ejercicios: tiene una computadora que dieron en el gobierno de la ciudad. "Algunos me dicen que la venda, pero con eso ella puede estudiar y aprender", comenta Gladys, la madre de Antonella. La menor de la familia está en sexto grado y su materia favorita es matemática: "Estamos haciendo cuentas, divisiones y ejercicios de raíz cuadrada, me divierto", dice Antonella con voz tímida pero con una sonrisa que penetra en el corazón. A pesar de las dificultadas, las notas en su último boletín fueron excelentes.
"En matemática tuve Muy Bueno, y en ciencias sociales me pusieron Sobresaliente", cuenta la chica, sentada en la calle. Su mamá, la mira con orgullo y agrega: "A nuestros hijos les decimos todos los días que no dejen de estudiar, ellos por suerte hacen un sacrificio muy grande. El mayor tiene 20 años, terminó el secundario pero le cuesta encontrar trabajo porque no tenemos una dirección estable y no lo llaman. La del medio tiene 16 años y hace la secundaria a la noche, me pone muy bien que su meta sea el estudio".
Antonella entra a la escuela a las 8 y sale a las 16. Desayuna y almuerza allí. Quiere ser peluquera, porque le encanta hacer distintos peinados. "Juego sola y me voy probando distintas formas de peinarme", dice mientras pone el ojo en su carpeta de estudios. La familia llega a eso de las 18 a la esquina Santa Fe y Coronel Díaz, entre un locutorio y un local de zapatos. Están allí con sus bolsos hasta las 21.
Suelen pasar distintos grupos que le dan algo para comer y luego, si lograron el objetivo, caminan rumbo a alguna habitación para bañarse y pasar la noche. Si la recaudación del día no llegó a los $400, se abrazarán los cinco hasta que asome al sol y a Antonella tenga que ir al colegio. "Yo solo quiero trabajar, que no me regalen nada, algo para que mis hijos puedan estudiar bien y tener un futuro mejor. Soy honesto y les tengo que dar el ejemplo a mis hijos", comenta Alejandro, mientras sostiene el cartel en el que se lee "con su ayuda, mi familia y yo podemos comer y pasar la noche en un hotel. Muchas gracias".

Y EL PRÓJIMO RESPONDIÓ. MUCHAS, MUCHAS GRACIAS 
  cuando su historia fue publicada ya tenía una oferta para trabajar como casero en Martínez. Y anoche recibió otra para ocuparse del mantenimiento en una empresa.
Un aluvión de solidaridad
En las redes sociales, la ayuda se multiplicó. Hubo llamados  y Juan Carr, de Red Solidaria, se ocupó del problema y también se puso a disposición. "Me sorprendió el caso, tenemos que hacer algo", fueron sus primeras palabras del otro lado del teléfono. Él difundió la nota y dejó un correo electrónico ( multiplicarr@gmail.com ) para que puedan ponerse en contacto. Muchas respuestas solidarias llegaron a ese mail.
Uno de los mensajes, escrito por Paola, decía: "Lamentablemente, no puedo ayudarlos con trabajo. Sólo reenviando el anuncio, pero podría apadrinar a la nena para que siga estudiando".
En otro, enviado por Luis, se leía: "No me sobra la plata, pero vivo a 10 cuadras. En lo que pueda ayudar, cuenten conmigo".
En las redes sociales, la noticia explotó. Por ejemplo, en su cuenta de Twitter, Laura escribió: "¿Sabés si esta familia está todos los días? Porque yo podría acercarles alguna ropa de abrigo el fin de semana. Soy una simple empleada. Lo mío sería solamente un granito de arena, pero creo que todo ayuda y que, al menos, sepan que no están solos y no son invisibles".
Desde antenoche, supieron que no lo estaban: una pareja se les acercó para regalarles un teléfono celular, así pueden recibir ofertas de trabajo. Anoche, una chica de unos 20 años les dio los 300 pesos que les faltaban para poder ir a un hotel. De la nada, en unos minutos, dejaron de ser "invisibles" para los que transitan por Santa Fe al 3200.
Camila Esquivel sintió la necesidad de conocerlos. Anteanoche, conversó cerca de dos horas con ellos. Intercambiaron anécdotas e historias. "Voy a organizarme con unas amigas para conseguirle varios útiles a Antonella", dijo Camila. Y agregó: "Traté de transmitirle sonrisas y alegría. Espero llevarme la felicidad de no volver a encontrarlos en el mismo lugar y saber que están en un sitio mejor".
Además de Camila, muchos más pasaron por allí, los alentaron y les dejaron comida y dinero.
"Que siga estudiando la chica y esforzándose", les susurró una mujer a los padres. Los tres agradecieron y rieron. Anteayer, no fue un día cualquiera para ellos. Y tampoco lo fue ayer: mucha gente les acercó frazadas y útiles escolares.
Eugenia Pérez Cibez, otra de las personas que estuvieron con ellos ayer, se emocionó: "sentí que tenía que venir a conocerlos. En mi empresa necesitan gente y pensé que tienen que ser ellos; les vi ganas de salir adelante".
Antonella estaba sonriente. Antonella ríe, se concentra, mientras pasan los autos y los peatones. Sigue haciendo lo que le enseñaron sus padres: estudiar, pese a todo.

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