viernes, 24 de junio de 2016

HISTORIAS DE VIDA....


Guardo la imagen como sólo se guardan los buenos recuerdos: con cierto sabor a calidez, refugio, ganas de que la vida marche por ese lado. Había terminado el secundario pocos años atrás. Una amiga, chelista y docente de música, daba clases en una escuela municipal enclavada en el centro del barrio Catalinas Sur, en La Boca. Me había citado allí, supongo que para luego emprender juntas alguna salida. Cuando llegué, su clase estaba a punto de terminar. Me quedé unos minutos esperando, mientras ante mis ojos se desplegaba la postal que aún hoy me acompaña. Un grupo de chicos de entre 9 y 13 años se concentraba en sacar los mejores sonidos de sus chelos. La tarde declinaba. Tras enormes ventanales, los árboles y edificios del barrio iban cambiando de color; el cielo se apagaba y las luces de los balcones, protectoras, comenzaban a brillar. Imaginé, en aquellas ventanas iluminadas, a los padres de los jóvenes alumnos de mi amiga; quise quedarme un rato más en ese lugar, sentir su calor. Vibrar también en la sutil trama de música, docentes y familias que parecía abrazar a esos hermosos cachorros.


Hablo con Gustavo Mulé, violinista de la Sinfónica Nacional y padre de una compañera de la escuela de mi hijo, y el recuerdo vuelve con la intensidad de las marcas indelebles. Porque hay algo en lo que Gustavo me cuenta -el periplo desde su Tucumán natal hasta los grupos de cámara y la orquesta donde hoy toca- que remite, también, a la red de los afectos. Al acompañar y dejar crecer.


"Cada quince días me subía a ese colectivo", dice, sonriendo. Cada quince días un Gustavo de unos 14 años, bolsito e instrumento al hombro, se subía al micro que lo llevaba desde San Miguel de Tucumán hasta Buenos Aires. Quince horas de viaje, ida y vuelta, cada dos semanas. Salía el viernes, llegaba el sábado. Tomaba su clase con un maestro, concertino de la orquesta estable del Colón, y reemprendía camino ese mismo día. Para llegar a casa el domingo, descansar un poco. El lunes, a la escuela y toda la semana, a preparar la próxima clase de violín en la capital. "Así, hasta terminar el secundario", cuenta.



En su casa todos eran músicos, la mayoría autodidactas. Hijo de una italiana que jamás quiso contar ni una palabra sobre el país que había dejado atrás, el padre de Gustavo tocaba el oboe. "Era noctámbulo; practicaba de noche -recuerda Mulé-. A la una de la mañana empezaba su hora de estudio. Yo salía de la cama y me quedaba escuchándolo. Tendría unos siete, ocho años." Noches y noches en vela. El padre, que nunca había pisado el aula de un conservatorio, insistía en el lenguaje del oboe. El hijo -que en poco tiempo no sólo conocería conservatorios, sino también grandes maestros aquí y en Europa, y que, siempre de la mano de la música, recorrería Filipinas, Corea, Malasia, Japón, China y Turquía- ahora se hacía un ovillito y se quedaba, silencioso y extasiado, escuchando a su papá. Hasta que alguien lo descubría y el niño, a punto de ser vencido por el sueño, era enviado a dormir.


Los tíos, zapateros y sastres pero también integrantes de una banda, dedicaban sus horas libres a ensayar con sus instrumentos. La hermana, que estudió psicología, llegó a ser violinista de la Sinfónica de Tucumán. A Gustavo, que desde muy temprano había decidido que el violín no sería segunda sino primera y única opción, los de afuera lo miraban un poco torcido. "Sí, claro, pero en serio, ¿qué vas a estudiar?", se hartó de escuchar durante años. Los de adentro, en cambio, siempre lo respaldaron. En especial su padre, el oboísta autodidacta que hasta aceptó que su hijo de 15 años lo dirigiera en una orquesta.


Para Mulé, el camino que hace años inició con la música fue mucho más que una apuesta artística o profesional. Hay algo ligado al aprender a estar juntos, dice, en el aprender a tocar con otros músicos. "Cuando integrás una orquesta sinfónica, compartís tu día a día con grupos totalmente heterogéneos. Tenés que incorporarte con el objetivo de estar siempre amalgamado, de no sobresalir", describe, poniéndole fuerza al "no". Y la música de cámara, esa que aprendió a tocar en compañía de su padre y que ahora interpreta, entre otros, en los ciclos Música en plural, es "como aprender a vivir en sociedad". La razón no podría ser más sencilla: "Es un diálogo, un balance: tenés que saber dónde está tu voz y dónde debés ceder ese lugar al otro. Como cuando intervenís en una reunión agradable; vos la pasás bien y querés que al otro le pase lo mismo. El placer es poder ensamblarte con los demás".

D. F. I.

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