lunes, 27 de junio de 2016

HERMENEGILDO SÁBAT




A media tarde me acerqué ... Alfredo Sábat es hijo de Hermenegildo Sábat, el enorme artista uruguayo nacionalizado argentino. Llevaba conmigo Rebelde ileso, la autobiografía ilustrada del artista. Le pedí media hora de su tiempo para que me hablara de su padre, acaso de sí mismo. Nos refugiamos en una salita, a resguardo de los ruidos . Desovilló entonces amorosamente una breve historia -un boceto- que escuché en silencio.
"Recuerdo -dice, él también un artista enorme, y deja correr la melancolía- el departamento de Olivos, el pequeño taller instalado en uno de los cuartos donde mi padre trabajaba rodeado de libros y de discos, las tapas de los long plays (la mayoría de ellos de jazz). Yo jugaba, leía revistas e historietas, Las aventuras de Tintín y Asterix, cuentos de María Elena Walsh. Entre esos papeles cierta vez descubrí las caricaturas de Al Hirschfeld, que tuvieron una influencia decisiva en mi trabajo posterior. Recuerdo escenas muy tiernas, los días en que nos asomábamos al pasillo del edificio y mi padre caminaba a grandes zancadas conmigo montado en sus pies -se levanta, reproduce con torpeza de niño el movimiento de ese juego que hoy lo abriga todavía-. Recuerdo su enojo cierta tarde en que, cosas de chicos, me atreví a dibujar un personaje minúsculo sobre su firma en un encargo que le habían hecho, creo que era un retrato de Homero Manzi; terminé escondiéndome debajo de la cama, y jamás pude enojarme con mis hijos cuando ellos, años después, me lo hicieron a mí. Otra noche la vecina de abajo se quejó amargamente del ruido acompasado que escuchaba en su techo: era el pie de mi padre marcando el ritmo mientras tocaba el clarinete. Disfrutaba especialmente (sigue haciéndolo) del Concierto para clarinete de Mozart, y de unirse con sus amigos músicos, que tenían la deferencia de dejarlo tocar con ellos y mirar para otro lado cuando desafinaba.



"Recuerdo los paseos en Punta del Este, una tarde del año 74 en que yo estaba muy enojado por algún capricho raro. Nos cruzamos con un fotógrafo que llevaba unos cartones pintados bajo el brazo, con siluetas sin rostro de personajes de Titanes en el ring. Guardo esa imagen: yo pongo mi cara en el óvalo vacío de La Momia y mi padre, que vira la cabeza para mirarme, en el del Caballero Rojo. Recuerdo viajes que hicimos juntos, a bienales de arte y humorismo a las que me llevaba. Tengo por ahí una fotografía en la que están Quino, Caloi, Fontanarrosa, Oesterheld y Lino Palacios, y mi padre abrazándome. Yo era un muchachito reservado. Dibujaba, como lo hacía mi padre y como lo había hecho mi bisabuelo, Hermenegildo Sábat Lleó, pintor y caricaturista catalán. Heredero de esa tradición, quise estudiar arquitectura, como mi hermano. Terminé ingresando en diseño gráfico, y más tarde dibujando. Mi viejo era mi referencia inmediata; sigue siéndolo: lo que se hereda no se hurta. Todos somos un poco aluvionales. Con 83 años, me asombran todavía sus ideas y su dominio de la técnica. Es un hombre sigiloso, pero yo aprendí de sus palabras escasas y sus silencios. Es, cosa rara, un gran narrador de historias. Es un placer verlo reírse. Vivimos momentos difíciles, desde antes de la dictadura. Una vez estuvo chupado tres horas en un Falcon, dando vueltas por la ciudad; recibía llamadas estremecedoras. Yo, hasta donde podía entenderlo, supe desde chico de los campos de detención y todo lo que ocurría. Una vez alguien de Clarín le hizo escuchar una grabación en que Suárez Mason decía: «Si este tipo sigue jodiendo, lo subimos a un avión y lo hacemos desaparecer».



"Recuerdo el encuentro con Alfredo Zitarrosa en la casa del escritor uruguayo Enrique Estrázulas, en Madrid. Era 1978. Zitarrosa estaba en el exilio y, nos advirtieron, padecía una gran depresión. Estábamos en el living, y desde el cuarto contiguo nos llegaba una voz grave y varonil: era Zitarrosa, que le grababa cartas a su hija que estaba tan lejos. De pronto se abrió una puerta y apareció la imponente figura del cantor, visiblemente debilitada. El rostro era una ruina, pálido y flaco, lo que queda después de una angustia muy profunda. Mi padre tomó una hoja y comenzó a dibujar.


 Al cabo de un tiempo, una vez que hubo concluido, le mostró el retrato al cantor. Zitarrosa estalló en una carcajada larga e inesperada, los ojos se le iluminaron como hacía tiempo no sucedía. Todavía me emociona esa risa, el modo súbito en que el rostro se transformó, parecía un hombre feliz. Mi viejo lo había conseguido apenas con un dibujo."

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