miércoles, 29 de junio de 2016

ELUCUBRACIONES



Aunque Arthur Miller, el dramaturgo que dio clásicos del teatro contemporáneo como La muerte de un viajante, La caída o Panorama desde el puente, haya afirmado alguna vez que ningún hombre necesita poco, es posible disentir con él.

 En realidad, las necesidades humanas son pocas. Las básicas (alimento, agua, aire, refugio), las de relación (pertenencia, respeto) y la afectiva y emocional (amor). Si están atendidas, se dan las condiciones para que un ser humano desarrolle sus potencialidades y se realice como persona. Dependerá de cada quién. En síntesis, es lo que proponía el gran terapeuta humanista Abraham Maslow (1908-1970) en Pirámide de las necesidades humanas.

Muchas veces se describe a la necesidad como un impulso incontrolable que dirige las energías y la atención hacia un punto excluyente, y que se impone a cualquier otra cosa. Pero presentada así suena como una perfecta excusa para actitudes y conductas disfuncionales. 

Quizás sea más apropiado decir que una necesidad es algo que no puede no ser. No puedo no comer, no tener agua, carecer de aire y techo, no ser respetado, no ser amado, no pertenecer a una familia o una comunidad. Si digo que necesito cambiar mi auto porque el modelo es antiguo o mi celular porque no tiene whatsapp, si me urge tomar tal gaseosa o cerveza porque siento que sólo ellas calman mi sed, estoy expresando deseos, no necesidades. "El rico come, el pobre se alimenta", escribía el poeta español Francisco de Quevedo en el siglo XVII. Uno escoge su comida según su deseo, su tiempo, su posibilidad económica, el otro come para sobrevivir.


La necesidad va de adentro hacia afuera, hacia la búsqueda del recurso que la atienda. El deseo hace el camino inverso, la mayoría de las veces nace de estímulos externos. Vivimos en una cultura en la que esos estímulos se multiplican y suelen ser hábilmente inoculados para que se perciban como necesidades. Cuando una necesidad es atendida, sobreviene la calma, se reinstala la armonía. Cede. Cuando un deseo fue saciado, sucede el siguiente, y a este le sigue otro, en una continuación interminable que produce satisfacciones fugaces y desata ansiedades e inquietudes permanentes. Como señalaba el filósofo suizo Henry Amiel (1821-1881), en su Diario Íntimo (doce volúmenes que suman 17 mil páginas, y que jamás se publicó completo pero es fuente permanente de reflexiones sobre emociones, sentimientos e ideas): "Toda necesidad se calma y todo vicio crece con la satisfacción".



Quizás las ennumeradas sean buenas razones para aprender a necesitar. Es decir, reconocer qué es aquello que no puede no ser en función de una vida buena (percibida en valores, afectos, sentimientos, propósitos trascendentes) antes que una buena vida (medida en términos materiales y estadísticos). No es un aprendizaje menor. Quien aprende a necesitar, aprende a pedir ("Necesito esto, no lo otro, no cualquier cosa, y lo necesito de tal manera"), aprende a decir que no, a resignar, a conceder, a valorar. También desarrolla su empatía, porque quien se conecta con sus necesidades y puede discriminarlas de los deseos, está en mejores condiciones de comprender las necesidades de otros y acudir a ellas. El deseo impulsa al egoísmo, oculta a los otros (salvo que sean objetos de ese deseo), ciega. Quien detecta su necesidad entiende lo que es necesitar cuando mira a su alrededor.

 La voz de Ovidio, prócer de la poesía latina, lanza un desafío desde el siglo I antes de Cristo: "Compra lo necesario, no lo conveniente", dice. Es que el astuto deseo suele vestirse de conveniencia mientras la necesidad aguarda.
S. S. 

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