lunes, 27 de junio de 2016

ALGUNOS PENSAMIENTOS


¿Cuántas veces me han preguntado por el futuro? No lo sé, ya perdí la cuenta. Pero está bien, es lógico. Hablás con un tipo que escribe sobre tecnologías que hace 25 años eran mera ciencia ficción y la consulta viene sin que la llamen: ¿Qué veremos en la próxima década?


Respuesta rápida: no lo sé. Porque la característica que mejor distingue al futuro es que no podés tenerlo por cierto. Se te ocurrirán una o dos ideas. Pero si lo conocés, si sos el oráculo de Delfos revelándole a Edipo el secreto que lo conducirá a Tebas, entonces no es futuro. Es destino. Y aunque el tema es apasionante, de momento no lo tomamos en consideración al analizar nuevas tecnologías. Además, el destino se ríe de todos, menos del futuro, porque depende de él.
Así que sobre lo que se viene sólo podemos especular un rato, pero nunca estar seguros. La aparición de las computadoras personales e Internet ha complicado todavía más las predicciones. Tanto, que los aviones voladores, eterna Némesis de la hubris profética, podrían esta vez volverse realidad. En serio, de acuerdo con Bloomberg, Larry Page, uno de los fundadores de Google, ha estado trabajando en un avión personal, mezcla de dron con el coche de los Supersónicos.



En todo caso, toda vez que me consultan al respecto, me doy cuenta de que se espera un titular impactante, una noticia que se parezca a la idea que tenemos del futuro. Pero la idea del futuro y el futuro son dos cosas diferentes.

La idea del futuro técnico es siempre incierta y brumosa, pero expectante y de cierto modo espectacular. El futuro, en cambio, va enfocándose de a poco, lentamente, hasta que se transforma en presente. Es la mariposa y la crisálida, pero al revés. El futuro rutilante se va transformando en pedestre y cotidiano, más gris, más rutinario de lo que aguardábamos, y entonces nos ponemos a imaginar nuevos futuros a todo color. O nos resignamos a que todo tiempo pasado fue mejor. Lo dijo bien Shakespeare: "Past and to come seems best; things present worst".
El futuro es lindo, pero incomprensible. Para ilustrar esto, una anécdota. Hace poco, en un programa de radio en el que me preguntaron qué cosas nuevas se venían, les dije que pronto iba a salir algo muy loco, que se iba a llamar Twitter y la gente se la iba a pasar tuiteando. Captaron enseguida la ironía, que tenía por objeto el mostrar cuán disparatado suena Twitter si lo sacás de su contexto temporal. Prueben con googlear, formatear, bootear, rootear y hasta instalar, y vislumbrarán lo difícil que es captar el futuro. Vamos, cuando yo era chico lo único que se instalaba era un calefón, un supermercado o una idea. No una app en un teléfono inteligente.
Soy agnóstico respecto del futuro. Creo que no es accesible al entendimiento contemporáneo.



A veces la tecnología da saltos espasmódicos (las vacunas, la máquina de vapor, la telegrafía sin hilos, la telefonía, las computadoras personales) que ponen todo patas para arriba durante un tiempo. Eventualmente, algunos desarrollos cambian en mayor o menor grado el rumbo de la civilización (la imprenta, Internet), otros la ponen al borde del apocalipsis (las armas nucleares) y todavía existen algunos que podrían cambiar incluso nuestra naturaleza (la genética). Pero, aún en esos escenarios, las novedades llegan de a poco, la transición es apta para humanos. Al menos en tecnología (y en muchas otras áreas, me temo), todos nosotros, incluso los de mente más abierta, oponemos una resistencia tan grande que el futuro llega con cuentagotas.
Termina uno por admitir que el verdadero enigma no es el futuro, que anhelamos y rechazamos a la vez, sino el presente, que somos incapaces de soltar.
Un poco de desconfianza
Recuerdo cuando compré mi primera PC. Había evaluando cambiar mi máquina de escribir electrónica por otra más moderna, con lector de diskettes y todo. Nunca se me pasó por la cabeza gastar los 300 o 400 dólares más que costaba una computadora. Si lo único que iba a hacer con ella era escribir, ¿para que invertir tanto dinero?

Era un razonamiento por completo inválido, ¿pero en qué estaba equivocándome? Simple, estaba guardando ostras en el guardarropa.
Para un europeo del primer siglo después de Cristo, una heladera se vería como un armario, y la escena le resultaría absurda: ¡a quién se le ocurre guardar alimentos frescos en un armario! Pero esperen, el sujeto se acercaría, intrigado, y descubriría que el aparador está muy frío por dentro. Así que peor todavía: esta gente loca guarda leche, huevos, carne y pescado dentro de un mueble en el que hace tanto frío como en una mañana de invierno. 

Las bajas temperaturas -que reducen la tasa de reproducción de las bacterias y el efecto de las enzimas y, de este modo, conservan los alimentos- no significan nada para un hombre que se encuentra a 1800 años de Louis Pasteur. Al margen: griegos y romanos usaban hielo para enfriar bebidas, y hubo culturas, como la china, que sabían, 1000 años antes de Cristo, que el frío preservaba los alimentos. Sin embargo, todos ellos encontrarían casi incomprensible nuestro cotidiano refrigerador doméstico, que no empezó a popularizarse sino hasta principios del siglo XX.
De la misma forma que una heladera no es un armario, una computadora no es una máquina de escribir. No eran las posibilidades del futuro las que me impedían ver lo obvio, sino los cánones del presente. Una herramienta, una función. Ese era el paradigma que se había fijado en mi mente desde temprano. Por fortuna, también había tenido acceso desde muy chico a la incipiente informática y, cuando me insistieron en que era mejor una PC que otra máquina de escribir, di el gran paso.
Como le habría ocurrido a un hombre de la antigüedad luego de probar que el armario no enfría, sino que conserva los alimentos, la máquina de escribir se convirtió para mí de inmediato en un artefacto insensato, perimido, antediluviano. Es más, descubrí que la detestaba y que jamás volvería a usar uno de esos aparatos bellos, pero infernales.



Pasé luego mucho tiempo pensando en lo que había ocurrido, en el clic mental (perdón, no fue adrede) que tuve que hacer para tomar una decisión que, vista desde hoy, no admite debate. Pues bien, al final me di cuenta de que había tenido que vencer la trampa mental del Una herramienta, una función. Esa norma me había llevado a la conclusión de que para escribir no podía haber nada más eficiente que una máquina diseñada para esa función. Sólo cuando, un poco a regañadientes, probé lo que podía hacer con una computadora me di cuenta de que había estado redactando durante años con una mezcla de piano, imprenta e instrumento de percusión. Sólo entonces, frente a la pantalla de fósforo blanco, con el primitivo DOS y el rústico PC-Write, entendí que por primera vez estaba usando la herramienta adecuada para escribir, una que me permitía editar, corregir, copiar, pegar y, en el futuro, me ofrecería la bendita autocorrección y un diccionario de sinónimos integrado.
Me impuse entonces una nueva norma: desconfiar del presente.
No es fácil, porque la mente es adicta al ahora. Soñamos mucho con el porvenir y nos lo pasamos proyectando. Algunos padecen la nostalgia. Pero no existe nada más misterioso que el presente. Basta tratar de atraparlo. Tan pronto decimos este instante es el presente, ya pasó, se convirtió en pasado. No creo que exista materia más transitoria ni más inasible. En el fondo, no hay tal cosa como el presente. Sólo percibimos la sensación del presente, y es esa sensación la que le da cierta apariencia de racionalidad a este viaje interminable (y, al final, inconcluso) entre dos abismos.


Me imagino que es por esto que nos cuesta tanto cambiar nuestros cánones, nuestros marcos de referencia, nuestros preconceptos. Es una manera de aferrarnos a esta ilusión preciosa, nuestra única posesión en el insondable océano del tiempo. Una posesión que, sin embargo, ni siquiera existe. Más humano, imposible.
Hoy hay, en mi estudio, todo el tiempo a la vista, una máquina de escribir, de las que venden como antigüedades, una verdadera hermosura con un mecanismo para levantar las varillas de los tipos cuando se la usa. Anda a la perfección, excepto porque no he conseguido aún los rollos de cinta adecuados. Pero no está ahí para escribir. Es un recordatorio de que nuestro bruñido presente será muy pronto una antigualla, tal vez entrañable, tal vez sólo un poco cómica.

A. T.

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