viernes, 20 de mayo de 2016

HABÍA UNA VEZ...



El primer vinilo que compré sola y con mi plata a los 12 o 13 años fue Adiós camino de ladrillo amarillo, de Elton John. Me sigue conmoviendo ese tema, y digo que aún lo hace porque es una de las pocas canciones que nunca borro del iPod, seguramente por nostalgia y cariño, pero también por eso que, simplificando bastante, llamamos identidad. 

Cuando días atrás lo escuché en uno de los capítulos de Life on Mars que estuvimos viendo en casa con una demora de diez años, quedé envuelta en un fabuloso túnel del tiempo que me devolvió a ese disco que escuchaba una y otra vez cuando comenzaba a tomar forma la persona que soy. Si se quiere, hice un regreso paralelo al que hace Sam Tyler, el protagonista de la serie de la BBC, un policía de Manchester que luego de un accidente en 2006 se despierta en su ciudad, pero en 1973. El detalle: su regreso al pasado no lo hace como el chico que fue, sino como el adulto en el que se transformó con los años, lo que convierte la historia en un inquietante choque de culturas.

La serie permite "aislar" los capítulos, ya que cada uno se basa en un caso policial que se resuelve en la misma emisión, pero, además, consigue atrapar al espectador en el viaje alucinatorio de Sam, en los personajes con los que convive y en el delicado humor que provocan nombres y frases que llegan o se interpretan desde el futuro. Va un ejemplo. "Este país necesitaría que lo gobernara una mujer", dice Annie, joven policía que pelea para que se la tenga en cuenta. "Ya te vas a arrepentir de eso que decís", responde Sam, con la experiencia de haber vivido su adolescencia bajo Thatcher. Otro de los atractivos es el contraste entre la misoginia, la homofobia y el racismo policial de 1973 y la evolución del pensamiento que Sam lleva en los bolsillos cuando se exilia en su pasado.

 En la Manchester de los 70 ("un área de mil kilómetros cuadrados que ocupaba la ciudad, construida con innumerables ladrillos y habitada por millones de almas muertas y vivas", como la describe W. G. Sebald en esa belleza de libro que es Los emigrados), el respeto a los derechos humanos no es ni una consigna ni una política ("Esto no es tortura, es un interrogatorio profundo", dice el comisario Gene Hunt, mientras revienta a trompadas la cara de un sospechoso) y las mujeres son tímidas voces desesperadas por demostrar inteligencia y capacidad de trabajo en un contexto de degradación y menosprecio de su lugar social y cultural. Sam padece con incomodidad esas postales de discriminación mientras, en la vereda de enfrente, quienes trabajan con él se molestan por sus reproches constantes y casi inentendibles. La serie duró sólo dos temporadas y dieciséis capítulos, y es buenísima. La idea es original ("¿Estoy loco, estoy en coma o viajé en el tiempo?"), tiene una precisa reconstrucción de época, grandes actuaciones, diálogos brillantes y una música que subraya cada línea del guión, comenzando por el clásico de Bowie que le presta el título. Y tiene, sobre todo, una enorme capacidad de dejarte pensando incluso varios días después de haber terminado de verla, mientras aún sufrís por haber tenido que desprenderte de sus criaturas.


Todos alguna vez nos preguntamos qué haríamos si se nos diera la posibilidad de corregir algo de nuestro pasado. Imaginamos cómo sería vivir aquello que no vivimos y que habría pasado con nuestra historia si hubiéramos tomado decisiones diferentes a las que tomamos en su momento. Sin embargo, al menos a mí no se me había ocurrido preguntarme cómo sería regresar al ayer con la carga del presente, es decir, cómo interpretaría hechos y señales que entendí como pude siendo una nena y hacerlo ahora, con la conciencia y la experiencia de una persona mayor. ¿Me gustaría emigrar hacia mi pasado y ser una adulta más dentro del conjunto de adultos que me rodeaba entonces? ¿Sería bueno ver a mis padres, a mi maestra favorita o a la vecina inquietante como a pares? ¿Me serviría de algo, me ayudaría a ser más feliz?



Puede parecer una tentación hallar respuestas para preguntas que nunca nadie respondió y sortear los argumentos imprecisos que se escondían tras el "es chiquita" o "no se da cuenta". Si lo pienso mejor, sin embargo, me digo que no quiero ni me sirve confirmar que me mintieron o me ocultaron verdades dolorosas. Hace rato que mi vida no es el pasado y sus sombras, sino el eterno presente de los que vinieron y vendrán después de mí. Que vaya otro, si quiere, a buscar esa desilusión. Por mi parte, prefiero que el ayer permanezca en los sueños, en las canciones que aún nos hacen felices y en las ficciones que formulan las preguntas más profundas mientras nos permiten seguir jugando al "había una vez".

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