miércoles, 18 de mayo de 2016

EL MANDAMIENTO HIPOCRÁTICO


Esa mañana el experimentado neurocirujano debía operar un pineocitoma, que es un tumor de la glándula pineal, situada en las profundidades del cerebro y la residencia de los pensamientos, las emociones y los sueños; Descartes -un poeta, además de un filósofo- creyó que en ese órgano residía el alma.

 El neurocirujano llegó a la sala de operaciones, observó con detenimiento el escáner cerebral y puso manos en el asunto: tomó el bisturí, hizo una pequeña incisión en el cuero cabelludo en la nuca del paciente -un hombre de mediana edad, ejecutivo de una empresa aérea, que padecía hidrocefalia aguda y fuertes dolores de cabeza y corría el riesgo de quedar ciego y morir en unas pocas semanas-; con un aspirador quirúrgico, quitó la sangre abundante e hizo luego una craneotomía; separó las meninges -las membranas situadas bajo el cráneo que envuelven el encéfalo y la medula espinal- y llegó a la fisura que separa los hemisferios cerebrales del tronco del encéfalo y el cerebelo. Miró entonces las imágenes ampliadas en el microscopio quirúrgico: tenía frente a sí el centro mismo del cerebro y volvió a invadirlo un sentimiento de emoción profunda y reverencia, el mismo que suelen reconocer los montañistas cada vez que están por ascender una montaña con el propósito de hacer cumbre.
 En esa misteriosa región del cerebro se encuentran las funciones vitales que mantienen vivo al hombre; están las venas más profundas del encéfalo, la vena basal de Rosenthal y la gran vena de Galeno. Es una topografía extraña, con nombres que evocan el paisaje lunar, pero lo importante ahora es que, en caso de que el cirujano dañe cualquiera de ellas, el paciente sólo tiene un destino: la muerte. Horas después, cuando visite a ese mismo paciente en la sala de recuperación y no haya habido consecuencias que lamentar, al cirujano habrá de asaltarlo otro sentimiento conocido: esta mañana conoció el cielo tras haberse asomado a las puertas del infierno.

La escena está contada en Ante todo no hagas daño (Salamandra), un libro que recoge las memorias de quirófano de una celebridad y que se lee con la misma fruición y el mismo sobrecogimiento con que se sigue un thriller. Su autor es Henry Marsh, un londinense que hace dos años sorprendió al mundo con una autobiografía que retrata de manera singularmente descarnada las vicisitudes que se viven en una sala de operaciones de alta complejidad. Antes de estudiar medicina, Marsh se aventuró a la filosofía en la Universidad de Oxford. Quizá ese paso académico le haya permitido observar su oficio desde una perspectiva más amplia a la que adoptan los médicos. La idea de que mi aspirador quirúrgico avance a través de los pensamientos -escribe cuando evoca el instante en que está llegando al centro del cerebro-, de la emoción y la razón, y de que los recuerdos y los sueños puedan formar parte de esa gelatina, resulta demasiado extraña para comprenderla. Mis ojos sólo ven materia.


Hay un detalle inquietante en esta especie de operación a cerebro abierto que puede herir especialmente la sensibilidad de los hipocondríacos: entre las tantos elementos en juego para que una operación sea exitosa, Marsh le asigna un lugar central, quizá inesperadamente, a uno de ellos: la suerte. Con parecida sinceridad, no oculta sus derrotas. Una semana antes de extraerle el pineocitoma al ejecutivo de la línea aérea, había operado un tumor en la médula espinal de una joven sin que surgieran inconvenientes; a la mañana siguiente, la paciente despertó con un costado del cuerpo paralizado. "Probablemente -escribe con impensada franqueza-, me había excedido con la resección y había extirpado una parte demasiado grande del tumor. Había confiado demasiado en mi pericia como cirujano. No había sentido el suficiente temor. Sabía que, con el tiempo, el pesar que sentía por lo que le había hecho se iría desvaneciendo. El recuerdo de su imagen tendida en la cama del hospital, con un brazo y una pierna paralizados, dejaría de ser una dolorosa herida para convertirse en una triste cicatriz." Quizá sea el destino de estos semidioses que tienen en sus manos la vida y la muerte: asomarse al desconsuelo de saberse hombres. René Leriche lo puso de este modo en La filosofía de la cirugía: "Todo cirujano lleva en su interior un pequeño cementerio al que acude a rezar de vez en cuando, un lugar lleno de amargura y pesar en donde debe buscar la explicación a sus fracasos".
Es un mandamiento hipocrático: ante todo, no hagas daño.

V. H. G. 


Manuscrito bizantino del siglo XII (Cliquee para ampliar)
Juramento Hipocrático
Juro por Apolo el Médico y Esculapio y por Hygeia y Panacea y por todos los dioses y diosas, poniéndolos de jueces, que este mi juramento será cumplido hasta donde tenga poder y discernimiento. A aquel quien me enseñó este arte, le estimaré lo mismo que a mis padres; él participará de mi mandamiento y si lo desea participará de mis bienes. Consideraré su descendencia como mis hermanos, enseñándoles este arte sin cobrarles nada, si ellos desean aprenderlo. Instruiré por precepto, por discurso y en todas las otras formas, a mis hijos, a los hijos del que me enseñó a mí y a los discípulos unidos por juramento y estipulación, de acuerdo con la ley médica, y no a otras personas.

Llevaré adelante ese régimen, el cual de acuerdo con mi poder y discernimiento será en beneficio de los enfermos y les apartará del perjuicio y el terror. A nadie daré una droga mortal aún cuando me sea solicitada, ni daré consejo con este fin. De la misma manera, no daré a ninguna mujer supositorios destructores; mantendré mi vida y mi arte alejado de la culpa.
No operaré a nadie por cálculos, dejando el camino a los que trabajan en esa práctica. A cualesquier casa que entre, iré por el beneficio de los enfermos, absteniéndome de todo error voluntario y corrupción, y de lascivia con las mujeres u hombres libres o esclavos.
Guardaré silencio sobre todo aquello que en mi profesión, o fuera de ella, oiga o vea en la vida de los hombres que no deba ser público, manteniendo estas cosas de manera que no se pueda hablar de ellas.
Ahora, si cumplo este juramento y no lo quebranto, que los frutos de la vida y el arte sean míos, que sea siempre honrado por todos los hombres y que lo contrario me ocurra si lo quebranto y soy perjuro.

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