domingo, 24 de abril de 2016

ANECDOTARIO BORGEANO



Hace ya un buen tiempo, en la estela de la crisis de 2001, me tocó cruzarme con una editora italiana de visita en la ciudad. La señora estaba literalmente harta de que, cuando se hablaba de literatura argentina, siempre se sacara de la manga a Borges. "Tiene sus cosas -decía-, pero tampoco es tan bueno como Kafka." No me vino, como suele pasar, ninguna respuesta inspirada. Lamenté para mis adentros el eurocentrismo de la queja. Recordé la reconocida influencia de Borges en una famosa novela italiana (El nombre de la rosa). Di a entender, sin éxito, que esas comparaciones que ponen a competir a los escritores como atletas carecen de sentido. Borges, de hecho, que sufrió el influjo del autor de La metamorfosis (tradujo tempranamente ese relato), ya había dado respuesta a esa clase de disputas en Kafka y sus precursores. La hipótesis es impecable: todo autor que importa modifica lo que lo precede, al leer Bartleby, de Melville, o Wakefield, de Hawthorne, creemos descubrirles rasgos kafkianos. Lo mismo podría decirse hoy de él: Borges está en todos lados, incluso antes de él.



Viendo por enésima vez la larga entrevista que le hizo Joaquín Soler Serrano en 1980 (suele repetirla el canal Encuentro), se me ocurrió una demoradísima respuesta extraliteraria: la mención recurrente de Borges deriva de la admiración, pero también se tiñe de afecto. Kafka publicó poco en vida, murió joven, apenas conocido por un reducido grupo de lectores. El argentino, en cambio, terminó siendo una figura habitual hasta para aquellos que nunca lo leyeron. De Kafka tenemos unas pocas fotos, no sabemos nada de su voz ni de sus gestos. A Borges lo tenemos por un íntimo gracias a sus libros, pero también al más inesperado de los medios: la televisión.



A casi 30 años de su muerte, el diálogo con el periodista español trae de nuevo ese fraseo algo balbuceante, la desarmante sorpresa de su ironía, sus gustos y fobias literarias. Hacia el final de su vida, sin embargo, el paso de Borges por los estudios de televisión no se limitaba a esos extensos diálogos de alto vuelo. Siempre se ha señalado la oralidad de Borges como complemento de su obra escrita. Sus conferencias o sus diálogos radiales pasaron al libro para probarlo, pero la periódica aparición en la pantalla quedó condenada a su inevitable condición efímera.
Consultar archivos televisivos no es fácil por la simple razón de que por entonces no todo quedaba grabado. Algunos restos persisten en YouTube, aunque no, según demuestra una rápida búsqueda, los más curiosos. Borges tenía en sus comparecencias catódicas algo de Snoopy. Aparecía donde menos se lo esperaba. Por ejemplo, en un programa matutino -eran poquísimos por entonces dirigido a las amas de casa. Al final de la emisión, se veía al escritor rodeado de mujeres. Se hablaba de lactantes y la conductora le preguntó si le gustaban los bebes. La verdad que no, respondió Borges, para el espanto general. Prefería a los chicos, agregó con una sonrisa, cuando ya tenían uso de razón y se podía conversar con ellos.



Otra intervención, nocturna y más desopilante, fue en el programa de tangos más conocido de los años 80. Una cantante decidió dedicarle "Uno", el tema de Mores y Discépolo. Cuando se le preguntó qué le parecía, Borges señaló con gracia malevolente que había un problema con las rimas: esperanza no casaba del todo bien con ansias . Un rato después le anunciaron una canción con letra de un poeta al que definió como gran amigo suyo. Durante los últimos compases (la letra meliflua hablaba de un ardiente rosal) y antes de que la cámara lo enfocara ya se escuchaba su voz : "Pero ¡esto es una infamia! -clamaba indignado. León Benarós no puede haber escrito eso". Aunque después agregó que, desde que el letrista se había hecho peronista, todo era posible.



En una de las últimas entrevistas, poco antes de partir a Ginebra, también hizo de las suyas. El relativamente joven conductor de un programa ómnibus le preguntó, con poco tacto, sobre sus impresiones sobre la muerte teniendo en cuenta su avanzada edad. Borges respondió con un proverbio chino que pareció inventar en el momento: el viejo agradece cada mañana un nuevo día porque sabe que puede ser el último; el joven no se da cuenta, en cambio, de que cada día puede ser el último.
Sobre el papel las anécdotas suenan despiadadas, pero se daban en medio de esas conversaciones civilizadas que hoy son excepción. Cada lector recordará la suya. Mi preferida es la más fugaz de todas: tras el asalto a un banco céntrico, el cronista descubrió que adentro estaba Borges, que había ido a pagar una factura. No se había enterado de nada, pero durante unos instantes, en pleno noticiero del mediodía, tuvo tiempo de hablar de su amor por el policial y por Chesterton, su querido precursor.
P. B. R.

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