lunes, 21 de marzo de 2016

HABÍA UNA VEZ.....


Nos mirábamos de mesa a mesa. Ella entraba a paso calmo, tap-tap de bastón en medio del salón comedor. Vestida como se visten las damas en los bellos hoteles centenarios a orillas del mar. Se sentaba sola, digna. La copa de vino a un lado, el diario o el libro al otro. En el rostro algo que, intuí, podía ser plenitud. Una persona al mando de su vida.


Mi hijo, cuándo no, se encargó de romper el hielo. Y un día la conocimos a Gisela, la jovencita de más de 90 años que hablaba con marcado acento alemán. Tap-tap orgulloso de bastón mientras volvía a su habitación; tableteo que insistía en las escaleras de madera que daban a la playa, que la anunciaba en los pasillos apaciguados por las largas horas del verano.
Hubo ganas de volver a verse. Así que al cabo de algunas semanas nos reencontramos en su casa de Buenos Aires. Allí, entre brownies y café helado servido en la vajilla que su madre, ochenta años atrás, había logrado salvar de la debacle, contó parte de su historia.
Gisela había nacido en Alemania, en el seno de una familia judía. Mala cosa a principios de los años 30. Tendría unos nueve años el día en que vio a su madre embalar todo lo que podía, reunir coraje y cerrar para siempre la puerta de la casa familiar en Fráncfort. Adiós, Alemania, adiós. Hola, controles en las fronteras, humillantes cacheos en los trenes, Amsterdam entre la tiniebla y un tímido asomo de esperanza. Días eternos en el océano, puerto a la vista, una ciudad extraña y plana, Buenos Aires.
Les habían dicho que en la aduana porteña no dejaban pasar nada de valor. Nada. Y la madre, empecinada: perdido por perdido, ella iba a intentar poner un pie en el nuevo mundo con los mismos cubiertos de plata, las fuentes, los vasos de cristal, las tazas diminutas que había atesorado en su vida europea.

 Hizo oídos sordos a los consejos y se aferró a su precioso cargamento.
Buenos Aires las recibió con denso calor sudamericano, el sol del mediodía achicharrándolo todo. El empleado de turno levantó, displicente, la tapa de la caja que portaba la madre de Gisela. Una pava de hierro, vulgar y envejecida. Antes de hurgar en qué podía haber más abajo, oculto entre papeles y mantas, el hombre se limpió el calor del día acumulado en la frente y miró su reloj. Hora de almorzar. Listo, señora, pase tranquila, hay tantas otras cosas que hacer.
En un juego de vajilla también se puede disputar un mundo. Gisela ríe al recordar la pequeña epopeya, la delicada filigrana de los vasos con café helado entre sus manos. El sabor de la primera victoria.
Con los años, la pequeña refugiada que no entendía ni una palabra de español convirtió el bilingüismo en una herramienta. Con el alemán materno y el castellano adquirido se construyó una vida. Vida a medida; vida de mujer viajera. Era muy joven cuando consiguió trabajo en las Naciones Unidas y allá fue, a Ginebra y luego al mundo. A forjarse camino. Siempre sola, pero no solitaria.
"Vamos a casarnos cuando pierdas tus inquietudes", le dijo, por aquellos años iniciáticos, un joven enamorado. La esperó. Siguió esperando. Hasta que debió convencerse: ella no renunciaría a ese motor, el dínamo de una independencia que nunca la abandonaría.
"Mis amores", los llama, y se le ilumina el rostro. Fueron varios los hombres -cuenta- que la amaron precisamente por ser como era. Y que por eso mismo algún día debieron dejarla partir.
Recuerda haber recorrido las calles de París con Edith Aron, su amiga de la adolescencia y futura Maga de Cortázar. La chica bohemia que la acompañaba a ella, "que por ese tiempo era muy burguesa" en la aventura europea. Dice que en París fue tan pero tan feliz que hoy prefiere ni pensar en volver a recorrer esas calles. Moriría de nostalgia.


Viajaba -aún lo hace- sola. Se las ingenió para que en su vida no existiera el frío; tras décadas y décadas de trabajar en las Naciones Unidas y conocer el mundo, encontró el modo de vivir mitad del año en Buenos Aires, mitad en Ginebra. "No me hice millonaria, pero tuve una vida interesante", asegura, radiante.
Su última zona de aventuras resultó ser, desde ya, Internet. Ella, que en su casa de Ginebra acumula libros, cuadros y cajas con la correspondencia de toda una vida, un día descubrió las maravillas del nuevo epistolario, ese que cruza, fugaz, las pantallas globales. 

Y una mañana luminosa le llegó la noticia: uno de sus "amores", quizás el más recordado, aún vivía. Nunca se sintió tan joven. Leyó y volvió a leer el mensaje que anulaba el tiempo: "Soy yo. Nunca te olvidé".
D. F. I.

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