domingo, 20 de marzo de 2016

A BARTÓK LE HUBIESE ENCANTADO...


Siempre me gustó la música de Béla Bartók: sus conciertos de piano, su única ópera, El castillo de Barba Azul, o Mikrokosmos, esas brevísimas piezas para piano que van aumentando de una en una su dificultad. También admiro su vida, incansable y ascética, el carácter intransigente, volcado a construir su obra contra viento y marea, y la curiosidad musicológica que a principios del siglo pasado lo lanzó a largas excursiones para recogerin situ, con un fonógrafo, el acervo de la música popular folclórica de Europa central.



Ese interés no justifica, de todos modos, el sacrilegio de que su apellido haya encarnado en un border collie travieso y bullicioso. El nombre Bartók -no lo propuse yo- surgió en una democrática asamblea familiar y fue aprobado con votos, la misma vía por la que se decidió que portara el nombre de un músico (y no de un escritor, que era mi moción). Debussy sonaba pretencioso y las dos sílabas del húngaro, más eufónicas que la sequedad atonal de un Schoenberg.

Como fuera: fue una derrota por partida doble. Durante años logré resistir el clamor para tener una mascota canina. Tras la adopción de un gato, pensé que lo peor había pasado. Con paciencia, amparándome en que para tamaña decisión se requería unanimidad, fui capeando lamentos y exclamaciones recriminatorias del estilo: "¡Nunca voy a haber tenido en la infancia un perro!". Cuando Aristóteles escribió que el hombre es un animal político no habló de chicos ni adolescentes, pero se los puede contemplar en la categoría porque bastó que un conocido avisara que regalaba un cachorro para que, en un momento de distracción y debilidad, tanta resistencia heroica se viniera al suelo. Antes de poder de verdad advertirlo, por la casa circulaba un nuevo morador. Ya nada sería -ya nada es- igual.



Los border collie, cosa que por supuesto ignoraba, son pastores famosos por su ductilidad e inteligencia, pero vienen, como todo perro, con su poderoso instinto a cuestas. Una de las experiencias más comunes es sentir de pronto un tirón que nos impide avanzar: Bartók acaba de capturar el borde del pantalón (cuando no el pie descalzo) y arrea a su presa como si fuera la oveja descarriada de algún rebaño. Como repite el gesto una y otra vez, termina siendo más práctico avanzar arrastrándolo: por suerte, tiene apenas dos meses (ahora casi tres) y resulta livianísimo. Los incidentes más comunes son, supongo, una obviedad para todo aquel que es o fue feliz poseedor de un can infante: es habitual encontrar mordisqueados los libros de algún estante al ras del suelo o descubrir que el teléfono de línea no funciona porque el cable fue cortado con la eficacia de un alicate. Verlo pasar agitando la cola con una media en la boca o una planta arrancada de raíz es cosa de todos los días. Descubrir ya en la calle que los cordones de los zapatos están raídos nos vuelve involuntariamente zaparrastrosos. El gato sabe defender su territorio, pero eso no significa que no haya juguetones sprints entre los muebles y las escaleras que obligan a peligrosos movimientos de cintura. Sobre los tesoritos que va dejando en los rincones, mejor tomarlos por la colorida paleta de un pintor expresionista.



Por supuesto, también a los perros se los educa, pero la tarea implica, para nuestro orgullo homínido, un llamado a la humildad. ¿Cuando llegamos a casa nos hace la fiesta? En realidad -nos comenta un experto- no nos está saludando: busca establecer su condición de líder. Se recomienda seguir de largo como si nada y sólo cuando se calma darle alguna muestra de cariño. Para que deje de morder todo lo que se cruza, hay que dejarle un cebo y, cuando cree que no lo estamos viendo, lanzarle una categórica negativa. Imposible no sentir que en el fondo de nosotros anida, sin quererlo, un desalmado.
De todas maneras hay que reconocer que aprende a velocidad vertiginosa y que también él nos educa a su manera: cuando se acerca la medianoche empieza a dar vueltas señalándonos con impaciencia que es hora de ir a descansar. No se queda tranquilo hasta que lo hacemos. Miro el reloj. Son las tres de la mañana. Simulé que dormía. No pude engañarlo. Minutos después ya lo tenía dando vueltas alrededor. Le hago escuchar la Música para cuerda, percusión y celesta, de Bartók (el músico), pero Bártok (el perro) no se deja sobornar por la perfección armónica de su tocayo. Al rato se escucha en la cocina un estruendo.

 Acaba de dar vuelta, completo, el tacho de basura. No es una simple diablura tardía. Aprieta una manzana percudida entre los dientes. Me mira con indulgencia. Apoya la fruta en el suelo. Por un momento parece que va a hablar. Pero no hace falta. Está en lo cierto. Es hora de ir a la cama. Cuando tiene razón, cómo no hacerle caso.
P. B. R.

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