lunes, 15 de febrero de 2016

¿SOMOS LO QUE LOS OTROS VEN?


Mi amiga Lily siempre se acuerda de cosas que yo no recuerdo. Quiero decir, reproduce en detalle escenas que supuestamente vivimos juntas y de las que no conservo el más mínimo registro. Las relata con minuciosidad; habla de mi lugar en esos momentos, cuenta cosas que, según ella, yo dije o me dijeron a mí y, así y todo, aunque aplique mi amor y mi confianza en poner en acción la máquina de los recuerdos, no lo consigo. Estuvimos muy cerca desde chiquitas y hasta los 16 o 17 años; fuimos juntas a la escuela primaria y parte de la secundaria.

 Compartíamos amigos, salidas y ropa, y aunque dejé el barrio a los 18, siempre seguimos en contacto. Cada vez que escribo algo vinculado con mi infancia o mi adolescencia, ella hace su aporte. Después de dos o tres veces en las que quedé algo abrumada, haciendo en vano esfuerzos para llevar mis recuerdos hacia el lugar en el que quedaron los suyos, me di por vencida y concluí que cada una hizo un recorte singular de nuestras experiencias y puso el foco ahí donde nos condujo la adrenalina, la curiosidad o el deseo del momento. Por eso es inevitable que, cuanto más lejos esté fechada la anécdota, más fijada haya quedado con relación a lo que cada una de nosotras sentía entonces y no tengamos chance de alterar percepciones. Lily es para mí una suerte de memoria externa de esos tiempos, aunque la historia que vivimos nunca será la misma porque como dijo el tremendo escritor británico Julian Barnes: "La vida es la historia que nos contamos sobre ella".

"¿Cuántas veces contamos la historia de nuestra vida? ¿Cuántas veces la adaptamos, la embellecemos, introducimos astutos cortes? Y cuanto más se alarga la vida, menos personas nos rodean para rebatir nuestro relato, para recordarnos que nuestra vida no es nuestra, sino sólo la historia que hemos contado de ella. Contado a otros, pero, sobre todo, a nosotros mismos", le dice al lector Tony Webster, protagonista y narrador de El sentido de un final, novela de Barnes ganadora del Man Booker Prize hace unos años y posiblemente uno de sus relatos más exquisitos.

 Tony es un hombre que dejó que la vida le sucediera, es decir, puso el cuerpo lo indispensable, buscó esquivar los riesgos y confundió siempre madurez con "ponerse a salvo". "Había querido que la vida no me molestara demasiado y lo había conseguido; y qué lamentable era", se queja. Barnes ubica a su protagonista en el estribo de la vida, un momento que supone plácido y colmado de certezas, pero que a partir de la llegada de un sobre y de un peculiar testamento se volverá el imperio de la incertidumbre. En esta novela que cruza el suspenso con la reflexión, Tony se reencuentra con su vieja novia Veronica ("Y bien, ¿cómo te han ido los últimos cuarenta años?") y se ve obligado a confrontar su versión de los hechos con la de los otros protagonistas de lo que fue su juventud en los 60. La historia la componen las mentiras de los vencedores, se dice en la novela, aunque al final hay un añadido sustancial: también la escriben "los autoengaños de los derrotados". El espejo de esos contrarrelatos le devolverá a Tony una imagen deforme y algo desquiciada de su papel durante el tiempo en que todo aún estaba por hacerse. "Cuando somos jóvenes, nos inventamos futuros distintos para nosotros mismos; cuando somos viejos, inventamos pasados distintos para los demás", parece justificarse.
Tus amigos de la infancia, así como tus hermanos, son memoria externa del ayer remoto. Tus amores, en cambio, son los que durante años te ayudan a componer una versión "familiar" de algunos hechos clave, en un tiempo clave de tu vida. Durante muchos meses, por cuestiones de trabajo y por gusto personal, el año pasado leí y releí varias veces Niveles de vida, un texto en el que Barnes enhebra la historia de los pioneros de los viajes en globo con su propia experiencia del duelo por la muerte de Pat Kavanagh, su esposa durante treinta años. 

Narrador, autor y protagonista, Barnes describe en qué consiste el pago del "peaje por seguir vivo". "Ahora «nosotros» se ha diluido en «yo». La memoria binocular se ha vuelto monocular. Ya no existe la posibilidad de componer con dos recuerdos inciertos de un mismo suceso uno más fiable, único, por triangulación, por agrimensura aérea. Y así ese recuerdo, ahora en la primera persona del singular, cambia. Es menos el recuerdo de un suceso que el recuerdo de una fotografía del suceso", señala en un momento el narrador, buscando explicar un ángulo de su nueva soledad. La ausencia del otro, parece decir, se convierte en un vacío que afecta dolorosamente el presente y determina el futuro, pero también, y de manera definitiva -desoladora- empobrece para siempre la mirada que tenemos sobre nuestro pasado.
H. P.

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