domingo, 28 de febrero de 2016

LITERATURA; MICHEL TOURNIER


Era tempranísimo, las siete de la mañana, y el frío volvía todo quebradizo en esa estación de trenes donde la campiña les ganaba la pulseada a los resabios suburbanos de París. Por un momento pensé que no iba a aparecer nadie, pero un rápido paneo callejero me permitió detectar, dentro de un coche apenas más grande que un topolino, la gorra que Michel Tournier llevaba encima en tantas fotos. Al reconocer mis señas, el escritor francés, que ya andaba por la segunda mitad de los 70 años, salió eyectado de su asiento para cumplir con un ritual: buscar al periodista que iba a entrevistarlo porque Choisel, el pueblito en que vivía, quedaba a una inaccesible media hora de distancia.


Tournier se quejaba de su edad, porque no iba a poder escribir todo lo que quería, pero su hiperkinesis parecía contradecir esos pronósticos. De hecho le quedaba mucho tiempo por delante: dijo adiós, ya nonagenario, hace pocas semanas. Su personalidad sigue igual irradian do una extraña intensidad. Lo vi una sola vez en la vida, dos, a lo sumo tres horas, pero en el disco nada rígido de la memoria el encuentro parece durar días, incluso más.
Esa intensidad tal vez se explique por la razón de que a Tournier no le interesaba demasiado hablar de sus novelas, ni rubricar grandes definiciones literarias. Le gustaba provocar. Fue a buscar el ejemplar del que decía estar más orgulloso: una versión juvenil de Viernes o los limbos del Pacífico editada en Irak. Era una edición pirata por la que no había visto un franco, algo que, decía con una sonrisa, lo ponía soberanamente feliz.



Sirvió una copa de vino matutino con frutos secos (adelante, me dijo, es el mejor desayuno para fortificar la salud) y, después de algunas preguntas, empezó a contar la historia del "Presbiterio", la casa en que vivía desde hacía décadas. Era, en efecto, la residencia original del párroco de la iglesia lindante, a la que Tournier podía acceder desde su propio jardín por una puerta lateral. Le divertía que a veces llegara algún visitante distraído y lo confundiera con el cura. También que Ingrid Bergman, su ilustre vecina en los años 70, le hubiera pedido encarecidamente si podía apagar por la noche el campanario iluminado para poder dormir como la gente.

Tournier -que, siendo francés, tenía una profunda formación cultural germánica, como refleja El rey de los alisos, su historia más famosa- no quería ser novelista, sino catedrático de filosofía. Cuando debió pasar los exámenes habilitantes, fue reprobado, él y todos los candidatos, excepto uno: su gran amigo Gilles Deleuze ("Con él no se atrevieron. Habría sido demasiado evidente"). Había pasado más de medio siglo, pero todavía recordaba indignado esa divisoria de aguas, que frustró su vocación.



Otra de sus pasiones era la fotografía. Cuando le pregunté si no había probado ejercitarse con la cámara, trajo un libro suyo, El crepúsculo de las máscaras. Me mostró una imagen: una chica sucia lavando algo en un charco inmenso. La había tomado su amigo, el norteamericano Arthur Tress, a unos pocos minutos de su casa. "Había salido a caminar y yo me quedé en esta misma mesa. Arthur se encontró con que habían vaciado el estanque del castillo del pueblo. Los fotógrafos tienen su propio imán. Yo viví acá durante décadas y nunca en la vida me encontré con una escena así."




Más tarde, Tournier hizo de guía por los laberintos del Presbiterio hasta llegar a la inmensa mansarda en que trabajaba. Me mostró el escritorio: ahí, dijo, había anotado de la primera a la última línea de sus libros. Recordé entonces que trabajó mucho tiempo en una novela sobre las nadadoras de la República Democrática Alemana, aquellas dudosas superatletas comunistas. ¿Qué había pasado con ese libro, que parecía hecho a medida para él? "No sé. No lo escribí", me dijo con simpleza.

Se le ocurrió, contra todo, otro ejemplo para explicar ese fracaso sin trauma. Le había pedido al comienzo permiso para traducir un texto sobre San Sebastián, aparecido en Celebraciones, la colección de ensayos que acababa de publicar. Me llevó a un rincón del altillo. Ahí estaban, amontonados en un ordenadísimo medio metro cúbico, todos los volúmenes que había leído sobre ese santo del que sabemos tanto que, según consignaba el escritor, "sabemos que nunca existió, que es un invento de La leyenda dorada, del hagiógrafo medieval Jacques de Voragine".


"También San Sebastián iba a ser una novela, pero cuando quise darme cuenta descubrí que había podido decir todo en un par de páginas.

¿Sabe lo que pasa? -me dijo Tournier, y la frase todavía me repiquetea en los oídos, como si aquella mañana siguiera sucediendo-: La literatura... la literatura es frágil."
P. B. R. 

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