martes, 19 de enero de 2016

INDECQUETRABAJA II; HISTORIAS DE VIDA


Enfrente de mi casa vivían dos viejos paisanos que miraban el programa de Tinelli a un volumen brutal. Es una calle muy tranquila de Villa Urquiza, así que en las primeras semanas de calor de la temporada, cuando abríamos la ventana para dormir, sonaba como si hubiera una reunión de consorcio en nuestras cabezas.


Una noche les toqué el timbre, esperando una reacción violenta del viejo, porque tenía pinta de mal llevado y nunca habíamos cruzado palabra. Después de insistir varias veces, el hombre se asomó en cuero por el balcón y con la voz resquebrajada me preguntó qué necesitaba. Le pedí, con mucha delicadeza, que por favor bajara el volumen del televisor. Le costó entenderme -estaba completamente sordo-, pero al final el mensaje le llegó y, contra mis pronósticos, me aseguró que lo haría inmediatamente y me pidió disculpas un par de veces. Su tono era culposo, un poco sumiso, muy alejado de la dureza que le había atribuido mentalmente, quizá porque se parecía mucho a Bukowski.
A veces uno se prepara para las armas y del otro lado hay claveles.
La primavera del volumen moderado duró algunas noches, hasta que la sordera del matrimonio, como una computadora de a bordo de la decrepitud, fue empujando el botón de + del control remoto a nuevos y demenciales niveles. Poco después me di por vencido y empecé a buscar mis propias formas de aislamiento acústico.
Mientras escribo esto, desde la ventana de mi lugar de trabajo veo, en la mano de enfrente, un agujero enorme, y ahí donde estaba el balcón y las persianas descascaradas de los viejos hay una pala excavadora y, más allá, un par de árboles y el techo de tejas de la casa de atrás. La cuadrilla de demoledores trabajó a destajo durante un par de semanas.
Los viejos no murieron, hasta donde sé, pero ya no podían habitar una vivienda de dos plantas. Los hijos los trasladaron a otra parte y vendieron la casa a precio de lote.
Es un proceso que se da a un ritmo sostenido en Urquiza y en otros barrios de Buenos Aires: los ancianos mueren o abandonan casas deterioradas. Las familias venden las propiedades a emprendedores inmobiliarios y se levantan torres o edificios horizontales de tres o cuatro pisos, según habilite la normativa de cada manzana. Es raro que pase una semana sin que aparezca un nuevo cartel de venta, un panel de obra con afiches publicitarios o un arquitecto que merodea los restos de un caserón con un casco amarillo y las manos en la cintura.


No quiero sonar nostálgico. Es trabajo, es progreso o algo más o menos parecido, no haremos acá apología de las calles adoquinadas y los subtes con puertas de madera. Yo mismo, cuando me mudé a esta zona hace una década, fui parte de ese proceso que los urbanistas y sociólogos llaman gentrificación: barrios avejentados cuyos pobladores son desplazados por jóvenes profesionales con ánimo reciclador.
Sin embargo, mientras escucho el bufido de la excavadora al atardecer, sabiendo que Bukowski y su señora ya no están ahí para poner a Tinelli a volumen máximo, me viene a la cabeza Up, la película de Pixar, y el viejito que permanece estoico en el porche de su casa mientras alrededor rugen las máquinas y crecen las torres vidriadas, hasta que alguien encuentra la forma de correrlo del medio.

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