viernes, 22 de enero de 2016

INDEC QUE TRABAJA II; LA PSIQUIS ROCKERA

La adultez es una caja de sorpresas que a veces obliga a erudiciones inesperadas. Hasta no hace mucho -al igual que tantos padres, me imagino- pasaba por experto en programas infantiles (con muñecos animados al estilo de Bob el constructor) o me explayaba sorpresivamente sobre las rarezas del ornitorrinco (gracias a los documentales televisivos con los que mis hijos solían despertarme a primera hora de la mañana). No deja de resultar asombroso que esa cotidianidad se haya vuelto, de pronto, remota. Los años pasan, los que viven a mi lado crecen y los intereses cambian. Algunos, como la gimnasia artística, tienen hoy la gracia de lo inédito. Otros, como la omnipresencia del rock, el pop y sus variantes, mucho de inesperada vuelta al pasado.

Resulta difícil olvidar la banda sonora de la propia adolescencia, pero prestarle atención a través de oídos ajenos puede resultar una experiencia novedosa. La fácil, inmediata disponibilidad de aquellos discos que antes había que salir a rastrear por bateas de toda clase tiene consecuencias de todo orden. Cuando en su momento escuchaba bandas hacía tiempo disueltas como los Beatles o Led Zeppelin, sus grabaciones tenían algo de sagrado, pero también de histórico, incluso arqueológico. Los chicos, en cambio, parecen escuchar hoy a Rush, The Pixies o Almendra (por citar al azar algunos de los grupos que pueblan de pronto el espacio sonoro de mi casa) con la distraída inocencia del presente continuo: más que ejemplos añejos, los tratan como a perfectos contemporáneos.


La ventaja: no hay que adquirir ningún saber nuevo, sino recobrar lo que ya se sabía. Lo curioso: descubrir los cambios en el propio gusto. Raramente tolero, a diferencia de lo que me ocurre con otros géneros, un disco completo, sólo un puñado de temas sueltos. De la misma manera que disfruto más la lectura de un tratado de ajedrez que jugar al ajedrez, en cuestiones de rock me resulta mucho más estimulante sumergirme en alguno de los ensayos de Greil Marcus (que en Rastros de carmín asociaba sorpresivamente el punk con el dadaísmo y el situacionismo) o en lo que los propios músicos tienen para contar sobre el papel. Tengo expectativa por leer Vida, la autobiografía de Keith Richards, pero no tanto de repasar su discografía. A pesar de que la crítica anglosajona se ha dedicado a destruirla minuciosamente, me da más curiosidad la reciente primera novela de Morrissey, List of the Lost, que su próximo CD. El rock sobrevive en mi imaginario como narración y no tanto como la tromba musical que alguna vez fue.


La culpa de esta modesta perversión la tuvieron no sólo las letras de ciertas canciones, sino algunos músicos que se pusieron delante del papel: Leonard Cohen y sus novelas (El juego favorito, Hermosos perdedores), Bob Dylan y sus crónicas (no tanto Tarántula, su única, indescifrable narración), Nick Cave (que en Y el asno vio al ángel logró transmutar su turbio neorromanticismo musical en puro gótico sureño), Patti Smith y sus reminiscencias, o Ray Davies, el líder de The Kinks, que publicó cuentos (Waterloo Stories) protagonizados por un songwriter que se le parece.



A ellos habría que sumarle a Pete Townshend, autor de Horse's Neck, una serie de relatos poéticos y experimentales, nada rockeros. Como músico, Townshend siempre me causó sensaciones encontradas. Fue el inventor de la ópera rock (con Tommy), pero también tocaba la guitarra de manera bastante dudosa, además de inaugurar la costumbre de destruir, a pura vehemencia anárquica, sus guitarras sobre el escenario. Como The Who, la banda de la que formaba parte, acosa en estos días, a mi pesar, los tímpanos familiares, resolví tomar sus memorias (a las que, en la versión traducida, le dejaron el título original : Who I am) y explorar los orígenes de aquella rebeldía. Las buenas biografías retratan las peripecias de un individuo, pero también, por extensión, delinean el mapa de toda una época.

 La novela vital del veterano Townshend, que él mismo narra al borde del autoflagelo, comienza en un contexto familiar ajetreado durante la posguerra británica (era hijo de un clarinetista de jazz y una cantante) y se prolonga, en los años sesenta, con los inicios del rock and roll. Es una épica moderna, descarnada, digna de un libro, pienso, mientras avanzo en la lectura, subrayo alguna anécdota y acomodo mejor los tapones para los oídos que me preservan de las estridencias del entorno.

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