jueves, 14 de enero de 2016

HOMENAJE DAVID BOWIE


Algunos discos, algunas canciones son a veces -más que canciones, más que discos- un factor sentimental. Un ejemplo: durante la noche de Año Nuevo a alguien se le ocurrió matizar la celebración con los gorjeos de cierta cantante islandesa. De pronto me invadió una angustia contradictoria. Estaba ahí, brindando en el presente, y al mismo tiempo en otro lado. La música me devolvía, sin darme del todo cuenta, al escuálido cuartito universitario en que viví hace más de una década. Era invierno. Oscurecía muy temprano en esa ciudad extranjera y durante los primeros meses, después de cumplir con mis obligaciones, retornaba a mi reducto sabiendo que sólo me esperaban un par de libros, un reproductor portátil y el único CD que había podido comprarme: justamente ése, que no paraba de escuchar, como si fuera el mejor contraveneno para combatir la soledad. Esas canciones no son ya música, son parte de una experiencia.


Pero a veces ocurre lo contrario, como con el individuo al que escucho cantar mientras escribo. No es un CD, sino -todo parece ahora más fácil y menos desolado- un video propalado por YouTube. "Blackstar" dura casi diez minutos y es una canción contracorriente que cambia de dirección a mitad de camino. La voz del intérprete, David Bowie, tiene la calidad de siempre y el tema (junto con otro que circula por las redes: "Lazarus") anticipa su nuevo disco, que se conocerá en un par de días. Lo singular del caso (lo que me emociona de una manera casi secreta) es un dato circunstancial: el día del lanzamiento, Bowie (Brixton, Londres, 8 de enero de 1947) cumplirá 69 años. "Demasiado viejo para el rock 'n'roll, demasiado joven para morir." Aquella escéptica consigna de Jethro Tull parece haber quedado varada en el tiempo, sobre todo a la luz del nada nostálgico disco (The Next Day) que el músico inglés editó años atrás, tras más de una década de silencio.




Bowie parece ser la excepción a la regla de aquel factor sentimental: en vez de retrotraerme a un pasado puntual, forma parte de un murmullo indistinguible. Quizá se deba a que su música y su figura me impusieron desde el principio una rara distancia, contraria a la empatía a la que parece obligar cierta música popular. Con los años se convirtió en una suerte de esfinge a la que iba auscultando de refilón, con una perplejidad reticente que era fácil atribuir a las diferencias generacionales. Ésa era la paradoja imposible de resolver: a pesar de la aparente indiferencia, Bowie era uno de los pocos músicos que, en vez de quedar anclados en el pasado, se me iban volviendo cada vez más contemporáneos (algo que debe haber pensado aquel astronauta que tiempo atrás se filmó canturreando los dilemas de Major Tom en su estación espacial).
Como por suerte existen los libros, acudo a The Faber Book of Pop, donde Hanif Kureishi y Jon Savage antologaron grandes textos sobre el género. Bowie aparece más de una vez, pero reparo en una entrevista que le realizó Michael Watts, periodista de Melody Maker. La escena tiene lugar en 1972, antes de que lanzara Hunky Dory y cuando acababa de terminar Ziggy Stardust, los dos discos que hicieron de Bowie un músico serio, a pesar de que posara de lo contrario. Vestido estrafalariamente, el veinteañero Bowie se declara bisexual (el periodista desconfía y no le cree), revela que en algún momento dejará todo para convertirse en monje budista y sugiere la influencia directa en su concepción musical de Syd Barrett, Lou Reed, Iggy Pop y Lindsay Kemp, el gran mimo inglés. "En el fondo -decía con desparpajo-, lo más importante para mí es la imagen. No estoy seguro de ser un cantante. Tal vez no sea más que un actor."


Esa imagen temprana, andrógina y futurista, tan revolucionaria en los años 70, tenía un lado astutamente conceptual. El acento puesto en la apariencia distraía de algo más importante: la ironía de su entonación, la ambigüedad de sus letras, la variedad de sus canciones. Visto en perspectiva, atenuada por el tiempo la provocación, el estilo transgresor y dandi fue lo que habilitó sus metamorfosis. Distantes los oropeles de la juventud, queda en evidencia que Bowie hizo algo más que grabar algunos discos decisivos o promulgar en su momento una glamorosa estética camp. Más bien, conviene verlo como uno de esos pintores que, pasando por períodos azules o cubistas, se dedicaron a construir una obra, en el sentido más clásico del término. Quizá por eso con él -pienso, a la espera de su nuevo disco, mientras termina de sonar por enésima vez "Blackstar"- no valgan la edad ni las coartadas sentimentales.

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