viernes, 15 de enero de 2016

HABÍA UNA VEZ...



Henning Mankell comenzó a escribir Arenas movedizas el día después en que los médicos le anunciaron que padecía un cáncer. Es un libro conmovedor, entre otras razones porque es difícil mantenerse impacible mientras leemos a un hombre que sabe que morirá. No lo sabe como la mayoría de nosotros, sino con el peso que le confiere a esa certeza cierta materialidad de la muerte. La escritura sucede en los intersticios de las sesiones de quimioterapia. 

El tiempo transcurre de un modo nuevo e inesperado. Mankell se mueve a tientas entre tres brumas: la primera es la de la escritura; las otras dos son la infancia, a la que regresa una y otra vez en busca de viejos recuerdos que, sin embargo, en la luz de claroscuro de esta última memoria parecen nuevos, y la muerte, el misterio que se resolverá cuando todo sea olvido.
El libro es una despedida. Es, además, una reflexión sobre el tiempo, el fruto de quien mira el transcurrir del universo no desde el presente absoluto, sino con la onmipresencia que es propia de los poetas y los filósofos, o de quien sabe que pronto habrá de morir y empieza a sentir que ya no pertenece del todo a este mundo. El presente de una vida breve rodeada de dos eternidades -escribe-, dos tinieblas inmensas que nos rodean.



Esa certidumbre deviene en una idea central: somos pequeños y fugaces, el parpadeo de una luciérnaga en la larga noche de los tiempos. Es lo que siente el autor cuando evoca esculturas magníficas o edificios majestuosos (las cuevas rupestres, las esculturas de la Isla de Pascua, el templo de Hagar Qim) construidos antes de que él naciera y que sin duda lo sobrevivirán. Esa insignificancia no suele ser consciente, nos enseña: aun las grandes civilizaciones, como la de los mayas o la del Imperio Romano, no se atrevieron a aceptar ese oscuro destino que las convertiría en tan solo ruinas.

No somos hoy capaces de abrir los ojos a la idea de que dentro de cuarenta o sesenta mil años una nueva glaciación producirá una capa de hielo de kilómetros de espesor que sepultará todo lo que somos. Ni siquiera habrá vestigios de memoria de lo que fuimos en ese sepulcro de nuestra civilización. Mankell apenas concede que, al cabo de esa catástrofe que tan sólo se atreven a soñar los autores de novelas de ciencia ficción, pueda quedar en pie un puñado de hombres sin recuerdos o los restos de alguna construcción fabulosa que vayan a descubrir en ese impensable porvenir quienes se debatan en reconstruir el pasado. Esa imagen de un futuro apocalíptico evoca la secuencia final de El planeta de los simios (1963), el film con que Franklin Schaffner adoptó la novela distópica de Pierre Boulle: un hombre cabalga en su caballo junto al mar y en compañía de su mujer; de pronto ve con ojos atónitos, emergiendo de la arena, la cabeza coronada con espinas y el puño en alto con la antorcha encendida de la Estatua de la Libertad. Es la huella de una civilización devastada.

La idea es densa y oscura, pero el tono nunca es amargo. Mankell escribe con cierta luz, como quien transita por un bosque lúgubre y desconocido siguiendo el tenue resplandor que proyecta la llama de una vela. A menudo rebusca entre los recuerdos de infancia o en la niebla de los sueños, sabiendo que lo que extrae de esa memoria fragmentaria se parece a un capricho. Son evocaciones que traen el eco de la muerte -ciudades sumergidas bajo el hielo, fragmentos del pasado remoto expuestos a la luz por los paleontólogos, cuevas en cuyas paredes hay las pinturas-, el espejo en que Mankell observa su propio reflejo. El pasado, sin embargo, es abrigo y cobijo, territorio firme; en el porvenir sombrío de arenas movedizas, advierte, lo aguarda la incertidumbre y, después de ella, la muerte.
Quizá reconozcan en parte esa atmósfera de tenue introspección y melancolía quienes hayan leído la extensa saga policial que el escritor le dedicó al investigador nórdico Kurt Wallander.



Wallander dedica el libro a su esposa, Eva, pero añade unas líneas para ofrecérselo a la memoria del panadero Terentius Neo y su mujer, a quienes descubrió en un fresco de la casa que ambos tenían en Pompeya.


 Son dos seres humanos en plenitud -dice-, en el momento exacto en que sueñan sus vidas y vislumbran un futuro venturoso, como desde hace siglos hacemos todos en medio de las turbulencias de la vida cotidiana. Los sorprendió la erupción de un volcán en el año 79. Murieron sepultados bajo las cenizas y la lava ardiente.

No hay comentarios.:

Publicar un comentario

Nota: sólo los miembros de este blog pueden publicar comentarios.